lunes, 4 de enero de 2010

Libre al fin


Uno tras otro los reclusos fueron entrando en el pequeño auditorio. Todos iban con el mismo uniforme gris y el mismo corte de pelo; pero cada uno llevaba escrita en su cara su propia historia, las circunstancias que lo habían llevado allí. —Estoy haciendo diligencias para que los delincuentes más encallecidos y peligrosos vean la presentación que van a hacer ustedes —nos había dicho el encargado de la cárcel—. Muchos jamás saldrán en libertad. Son los que más necesitan el mensaje que ustedes vienen a dar. Faltaban tres días para Navidad. Después de pasar por diversas puertas y puestos de control de aquella cárcel de máxima seguridad, nuestros hijos estaban listos para actuar y dirigir la palabra a los presos. Me llamó la atención uno de los últimos que entró. Parecía el de más edad. Andaba con paso vacilante y tenía el cabello canoso. Pensé: «¿Qué hace aquí ese viejo?» —Mamá, ¿viste a ese anciano de allá atrás? —preguntó mi hijo—. Tendrías que hablar con él. Pensé: «Sí, pero ¿cómo?» No teníamos permiso para acercarnos a los reclusos. Oré: «Señor, dame la oportunidad». Los niños se lucieron en la función. Fue maravilloso ver aquellos rostros huraños llenarse de sonrisas. Los hombres hacían gestos de aprobación, se tomaron a pecho el mensaje de los relatos que escucharon y al final inclinaron la cabeza para rezar con nosotros. Muchos se conmovieron hasta llorar. Después de las últimas reverencias, saludos navideños y despedidas, la larga fila de reclusos vestidos de gris se puso de nuevo en movimiento, esta vez para regresar al pabellón. Me dirigí rápidamente a la parte de atrás de la sala para hablar con el anciano. Sabía que dentro de unos momentos se pondría en la fila con los otros internos. Nos miramos a los ojos como si me hubiera estado esperando. —Tiene unos niños encantadores —dijo felicitándome—. Reflejan mucho amor, mucha alegría. Cuando su hija cantó el salmo 23, no pude evitar que se me saltaran las lágrimas Tengo 68 años y en un tiempo fui cristiano. Conozco ese salmo. Con voz ronca comenzó a cantar en su dialecto vernáculo: —El Señor es mi pastor, nada me faltará... Los ojos se le pusieron rojos y llorosos, y no logró terminar la frase. —Hice algo terrible. Por eso estoy aquí —me explicó en un susurro. Yo también estaba a punto de llorar. Poniéndole la mano en el hombro, le aseguré: —Dios lo ama, y Su amor es eterno. Jesús ya lo ha perdonado, y siempre lo amará. Eso fue todo lo que acerté a decir en aquel instante; pero esa sencilla verdad le caló hondo. Se le dibujó una sonrisa en el rostro bañado en lágrimas y se irguió, como si se hubiera quitado un gran peso de encima. —Gracias por recordármelo —me contestó. Había llegado el momento de que se integrara a la fila de reclusos. Cuando iba a torcer la esquina, hizo un ademán para despedirse y desapareció. Al regresar a casa en el auto, pensé: «Ese hombre cometió un delito grave y probablemente hizo daño a otros; pero igual Dios quería recordarle que lo ama y lo perdona». Me pregunto cuántas personas andan por el mundo como aquel hombre, aprisionadas por los sentimientos de culpabilidad y los remordimientos por sus errores y malas acciones. Se sienten responsables de algo que hicieron o dijeron, o si no, de alguna omisión. Sin embargo, bastan unas sencillas palabras que les recuerden el eterno amor de Dios, Su misericordia y perdón, para devolver la esperanza y la luz a los rincones más oscuros y a los corazones más apesadumbrados. «Venid luego —dice el Señor—, y estemos a cuenta: aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque sean rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana».
Li Shuping Sichrovsky es integrante de La Familia Internacional en Taiwán.
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La solución ¿Te pasó alguna vez en la infancia que deseaste algo muy vivamente y se te hizo interminable la espera? ¿Y luego, cuando por fin lo conseguiste, resultó ser mucho mejor de lo que te esperabas? Pues eso mismo pasó con el regalo que nos envió nuestro Padre celestial. Desde el principio de los tiempos, la gente anhelaba algo que hiciera su vida dichosa y le brindara plena satisfacción. ¿Quién se hubiera imaginado que eso se plasmaría por medio de un chiquitín que nació en un establo? Sin embargo, eso fue precisamente lo que ocurrió. Dios se fijó en cada corazón que había creado y en cada uno que iba a crear y supo exactamente qué necesitaban. Entonces tomó una parte de Su propio corazón y a partir de ella preparó la solución perfecta y la envió al mundo. Esa solución se llama Jesús.
Keith Phillips
* * * * * * *Si aún no has hallado la puerta que conduce a la vida eterna, a un universo de amor en el que podrás ser libre de los sentimientos de culpa y los remordimientos, haz la siguiente oración y la descubrirás:
Jesús, gracias por venir a mi mundo a fin de transportarme al Tuyo. Quiero descubrir Tu amor y Tu perdón. Te acepto como mi Señor y Salvador. Amén.

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