miércoles, 23 de diciembre de 2009

Milagro en Navidad


Tomoko Matsuoka Aquella Navidad Eiko pesaba treinta y un kilos. La piel se le estiraba ajustadamente por los pómulos y ni la gruesa ropa de invierno podía disimular su extrema delgadez. Solo tenía trece años y padecía una grave anorexia desde los nueve años. Mis padres y nosotros, sus hermanos, no nos habíamos dado cuenta antes de aquella lucha, pero en ese momento el impacto era muy evidente. Por un tiempo dio la impresión de que mejoraba, pero unos meses antes de Navidad la situación empeoró. De la noche a la mañana, nuestra hermana que había sido fuente de alegría y risas para la familia, apenas si sonreía. Por el contrario, tenía una mirada muy contenida de aislamiento, incluso de animosidad. Mientras más la animábamos a comer, más nos rechazaba. Mis padres observaban impotentes cómo perdía peso y su ya esquelética constitución. Se dedicaron horas a la oración y a largas charlas hasta altas horas de la noche para ayudarla a a afrontar la realidad: si no empezaba a comer, su vida se apagaría con rapidez. Nuestros padres y todos nosotros somos misioneros de plena dedicación. Las navidades anteriores siempre habían estado llenas de emoción, de la alegría de montar espectáculos en centros de beneficencia para niños y hogares para jubilados. Pero aquella Navidad fue distinta. Los preparativos se rezagaban y la acostumbrada atmósfera festiva fue reemplazada por una marcada tensión. Llegó diciembre, y nuestros ambiciosos planes habituales para Navidad quedaron en un segundo plano. No sabíamos qué hacer. A Eiko se le acababa el tiempo. Entonces llegó la semilla de un milagro que nos conmovería a todos en un mensaje que recibió mi padre mientras oraba: «Ve a Niigata para Navidad, y realiza labores humanitarias con los niños. Necesitan vivir lo que es la Navidad. Lleva también a Eiko.» La idea parecía disparatada. La necesidad era grande, ya que hacía poco un fuerte terremoto había sacudido Niigata y muchas familias habían quedado sin hogar y vivían en albergues. Pero estábamos en pleno invierno, y en Niigata -situada en una zona montañosa de Japón- las temperaturas eran bajo cero. ¿Tendría Eiko las fuerzas para aguantar un día de viaje? No habíamos conseguido previamente alojamiento, y el alimento especial que estaba dispuesta a consumir seguramente no lo encontraríamos allí. De todos modos, el mensaje era claro: «Los niños necesitan vivir lo que es la Navidad». Preguntamos a Eiko si le gustaría ir, y por primera vez en mucho tiempo brilló en sus ojos una chispa de interés. Papá y mamá le dijeron que si iba tendría que comer lo que se sirviera. Aceptó. Durante los cinco días que estuvimos allí nos presentamos en tres albergues. En cada uno había cientos de personas que dormían en el piso: niños, padres y abuelos; todos pasaron la Navidad en gimnasios de institutos de enseñanza secundaria. Actuaron e interpretaron canciones, confeccionaron figuras con globos que luego regalaban a los niños y abuelos, y a todos regalaron libritos de lecturas reconfortantes. Mientras más daban, más despertaba el espíritu de Navidad que hasta entonces había faltado. Eiko también lo sintió. Antes de ese viaje le faltaba motivación para vivir, pero luego expresó que quería vivir para servir a Jesús y al prójimo. El milagro había comenzado. Regresando a casa, vimos un arco iris doble que atravesaba el cielo: Dios quería celebrar con nosotros la victoria del giro que se había obrado en la vida de Eiko. Al cabo de una semana, consumía más de lo que había comido en muchísimo tiempo. Mientras se acercaba aquella Navidad, la perspectiva no podía haber sido más sombría para nuestra familia. Pero cuando nos preocupamos más por las necesidades ajenas que por las propias, en la arrasada Niigata redescubrimos el secreto de una Navidad feliz y una vida diaria dichosa: dando se recibe.

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