miércoles, 18 de noviembre de 2009

Unción con clara intención


Poco antes de Su crucifixión y resurrección, Jesús prometió a Sus discípulos que les enviaría un Consolador, el Espíritu Santo, para que los fortaleciera, les otorgara poder, los orientara y los dirigiera en su vida espiritual y relación con Él. Mientras Jesús estuvo físicamente con Sus discípulos, ellos lo amaban y sabían que Él los amaba a ellos. Disfrutaban de Su presencia y oían Su reconfortante voz. Sin embargo, todavía no lo conocían tan bien como llegaron a conocerlo más tarde en espíritu. Pero cuando se cumplió la promesa del Espíritu Santo el día de Pentecostés, los discípulos descubrieron que aunque el cuerpo de Jesús se había apartado de ellos, Su Espíritu estaba muy presente y les infundía más poder que nunca: No sólo estaba con ellos, sino en ellos. Antes de ascender al Cielo Jesús exhortó a Sus seguidores a que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, «la cual —les dijo— oísteis de Mí. [...] Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos» (Hechos 1:4,8). Así que aguardaron en Jerusalén (Hechos 1:14). «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos» (Hechos 2:1). En aquel momento los discípulos de Cristo sumaban unas 120 personas entre hombres y mujeres (Hechos 1:15). Se hallaban todos juntos y tenían un solo propósito, un mismo sentir, un mismo espíritu. Jesús les indicó que esperasen en Jerusalén para que cuando se produjera el bautismo del Espíritu Santo estuvieran en condiciones de conquistar a muchas otras personas para Él. Esa fue la principal finalidad del día de Pentecostés. En los planes de Dios no solo figuraban las grandes señales y prodigios y las manifestaciones sobrenaturales. Las manifestaciones del Espíritu Santo no fueron más que un medio para conseguir un fin. «De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas [idiomas que nunca habían aprendido ni hablado], según el Espíritu les daba que hablasen» (Hechos 2:2-4). Dado que aquello se produjo durante una importante festividad anual —la Fiesta de la Siega—, Jerusalén estaba llena de judíos provenientes «de todas las naciones bajo el cielo» (Hechos 2:5). «Hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua» (Hechos 2:5,6). «Estaban todos atónitos y perplejos, diciéndose unos a otros: "¿Qué quiere decir esto?" Mas otros, burlándose, decían: "Están llenos de mosto"» (Hechos 2:12,13). «Entonces Pedro, poniéndose en pie con los once, alzó la voz y les habló diciendo: "Varones judíos, y todos los que habitáis en Jerusalén, esto os sea notorio, y oíd mis palabras. Porque éstos no están ebrios, como vosotros suponéis, puesto que es la hora tercera del día. Mas esto es lo dicho por el profeta Joel: 'Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de Mi Espíritu sobre toda carne' [...]. Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo"» (Hechos 2:14-17,21). «Los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas» (Hechos 2:41). ¡Miles de personas aceptaron a Jesús y se salvaron! Eso fue lo más importante que sucedió el día de Pentecostés. La principal finalidad del Espíritu Santo es ungirnos para dar testimonio. «Perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la Iglesia los que habían de ser salvos» (Hechos 2:46,47). Entonces se dio otra de esas magníficas situaciones creadas por Dios. Él tomó a alguien a quien la gente estaba acostumbrada a ver en la puerta del templo: un cojo que se sentaba día tras día a pedir limosna en las escalinatas. Se presentaron Pedro y Juan, y Dios obró otro gran milagro. El hombre se curó instantáneamente, y la gente se llenó de asombro (Hechos 3:10). «Viendo esto Pedro, respondió al pueblo: "Varones israelitas, ¿por qué os maravilláis de esto? ¿o por qué ponéis los ojos en nosotros, como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a éste? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a Su Hijo Jesús [...]. Y por la fe en Su nombre, a éste, que vosotros veis y conocéis, le ha confirmado Su nombre; y la fe que es por Él ha dado a éste esta completa sanidad en presencia de todos vosotros"» (Hechos 3:12,13,16). «Muchos de los que habían oído la Palabra, creyeron»; y otras 5.000 personas aceptaron a Jesús como Salvador (Hechos 4:4). ¿Qué tenían aquellos primeros discípulos llenos del Espíritu para convencer a tantas personas de que Jesús era, en efecto, quien había afirmado ser, es decir, el Mesías? «Viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús» (Hechos 4:13). Pedro, Juan y los demás no se dejaron amilanar por sus orígenes humildes ni por ninguna otra cosa. Hicieron caso omiso de ello y se lanzaron a testificar entusiastamente. Tenían un poder de persuasión enorme que les acarreó impresionantes resultados. Era evidente que habían estado con Jesús. Tenían la unción del Maestro para hacer Su obra. ¿Te has llenado del Espíritu del amor de Dios? Antes que viniera Cristo a la Tierra, Dios solo ungía con Su Espíritu a ciertos dirigentes, reyes y profetas. En la actualidad, en cambio, Su Espíritu Santo está accesible a todas las personas que reciben al Señor. «En los postreros días, dice Dios, derramaré Mi Espíritu sobre toda carne» (Joel 2:28). Desde el día de Pentecostés, en que los primeros discípulos fueron investidos con poder de lo alto, el Señor pone Su Espíritu a disposición de cada cristiano. Ahora todos pueden tener el Espíritu Santo y ser guiados individualmente por el Señor. Hoy en día todos podemos disfrutar de Él, independientemente del lugar geográfico en que nos encontremos. En todo momento podemos estar dotados de Su pleno poder. El Espíritu Santo se puede comunicar con todos nosotros simultánea y equitativamente. A todo el que reconoce que Jesús es su Salvador se le dispensa cierta medida del Espíritu; sin embargo, la plena infusión o investidura del Espíritu, lo que se llama el bautismo del Espíritu Santo, suele ser una experiencia posterior a la salvación. Por eso preguntó el apóstol Pablo al conocer a ciertos discípulos: «¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis?» (Hechos19:2). Si estás salvado, ese poder de Dios está a tu entera disposición; no tienes más que pedirlo. Al igual que la salvación, se trata de un don de Dios. «Vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Lucas11:13). En resumen, si te llenas del Espíritu Santo tendrás una relación más estrecha con Jesús y estarás en condiciones de entender mejor Su Palabra. Además, te infundirá la fogosidad que te hace falta para dar a conocer tu fe a los demás. Si aún no lo has hecho, puedes llenarte del Espíritu Santo ahora mismo haciendo la siguiente oración: Jesús, te pido que me llenes hasta rebosar del Espíritu Santo para poder amarte más, seguirte más de cerca y tener más valor para divulgar Tu amor y Tu salvación. Amén.

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