miércoles, 18 de noviembre de 2009

La Pascua


EN PASCUA SE CONMEMORA la resurrección de Jesús. Su cruel muerte por crucifixión coincidió con la celebración de la Pascua judía. Lo que los judíos llevaban más de 1.000 años representando por medio del sacrificio de corderos y la cena de Pascua fue precisamente lo que sufrió el Cordero de Dios. Al mismo tiempo que por toda la tierra de Israel seleccionaban y mataban el cordero pascual, Jesús era crucificado. Amén de esto, la misma forma en que Jesús murió significó el cumplimiento de muchas otras profecías del Antiguo Testamento con asombrosa precisión. «Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió Su boca» (Isaías 53:7). Durante el juicio de Jesús ante Poncio Pilato —en el que estaba en juego Su vida—, no pronunció palabra alguna para defenderse (Mateo 27:12-14). Unos 1.000 años antes que se instituyera la crucifixión como método de ejecución en el Imperio Romano, el rey David escribió del Mesías: «Todos Mis huesos se descoyuntaron [...]. Horadaron Mis manos y Mis pies» (Salmo 22:14,16). En la muerte por crucifixión, el propio peso de la víctima le dislocaba los brazos. A la mayoría de los condenados los ataban a la cruz. En cambio, a Jesús lo clavaron a la Suya traspasándole las manos y los pies. Los romanos tenían además por costumbre quebrar las piernas de los condenados que no hubieran muerto a pesar de llevar horas colgados de la cruz. Al perder el punto de apoyo de los pies, el peso del cuerpo hacía colapsar las vías respiratorias y los pulmones, lo cual aceleraba la muerte. Cuando los verdugos romanos se aprestaban a romperle las piernas a Jesús, descubrieron que ya estaba muerto. Así se cumplió otra profecía bíblica: «[Dios] guarda todos Sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado» (Salmo 34:20). En lugar de romperle las piernas para garantizar su defunción, uno de los soldados romanos le clavó una lanza en el costado atravesándole el corazón. «Al instante salió sangre y agua», reza el Evangelio (Juan 19:34). Así se cumplió la Escritura: «He sido derramado como aguas [...]; mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de Mis entrañas» (Salmo 22:14). Cabe pensar que de una herida de lanza saldría sangre, no agua. ¿De dónde provino esta? Los médicos han descubierto que quienes mueren con gran angustia sufren una enorme acumulación de agua alrededor del corazón. Imagínate: Jesús murió de pena, por ti y por mí. Además, en aquel momento se sintió como un pecador perdido. Pasó por una experiencia por la que, gracias a Dios, nosotros nunca tendremos que pasar: no sólo la crucifixión, no sólo la agonía física, sino el dolor y la angustia mental y espiritual de sentirse abandonado por Dios. Al morir, «Jesús clamó a gran voz, diciendo: "Elí, Elí, ¿lama sabactani?" Esto es: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"» (Mateo 27:46). ¿Lo había desamparado Dios? Sí, momentáneamente. Tuvo que hacerlo para que Jesús muriera como un pecador, sin Dios. Imagínate: murió angustiado como una persona no salvada. Dios tuvo que volverle la espalda temporalmente a Su propio Hijo para que pereciera como un pecador. ¿Respondió Dios a Jesús cuando estaba en la cruz? En la Escritura no consta ninguna respuesta. En aquel momento sintió que Dios lo había abandonado, justo cuando más lo necesitaba. Jesús murió sufriendo la angustia de un pecador perdido, sin salvación, sin Dios, que muere por sus propios pecados; sólo que en Su caso murió por los nuestros, por los pecados del mundo entero. Estuvo dispuesto a sufrir todo aquello para propiciar nuestro perdón y darnos la vida eterna. ¡Qué demostración de amor! «Se dispuso con los impíos Su sepultura, mas con los ricos fue en Su muerte» (Isaías 53:9). Jesús fue condenado injustamente junto a dos delincuentes comunes (Mateo 27:38). Pese a ello, luego de morir, un hombre acaudalado que se contaba entre Sus seguidores —José de Arimatea— puso el cuerpo de Jesús en una tumba nueva que tenía (Mateo 27:57-60). Una vez sepultado, las autoridades religiosas judías pretendieron asegurarse de que los discípulos no hurtaran el cuerpo y adujeran que había resucitado. Así que se selló la tumba, y unos soldados romanos montaron guardia delante de ella (Mateo 27:62-66). Tres días después, cuando María Magdalena y la otra María se presentaron en el sepulcro de madrugada, se les apareció un ángel que retiró la piedra de la entrada. «De miedo de él los guardas temblaron y se quedaron como muertos. Mas el ángel […] dijo a las mujeres: "No temáis […]. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo"». Entonces el ángel indicó a las mujeres donde había yacido el cuerpo de Jesús (Mateo 28:1-8). ¡Había resucitado de los muertos!

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