miércoles, 18 de noviembre de 2009

Una promesa navideña


La nena llegó en el otoño de 1976, poco antes de Navidad. ¡Era estupendo tener una bebita! Ya teníamos un varón, Michael, que para entonces contaba un año y medio de edad y era la dicha de nuestro corazón. ¡Qué contentos estábamos de tener también una niña! ¡El futuro no podía ser más prometedor! El Señor nos había bendecido enormemente. Mi esposo, Bill, y yo somos voluntarios de La Familia. Poco antes de nacer nuestra hija partimos a nuestra primera misión en el extranjero. Fuimos de Estados Unidos, de donde somos oriundos, a la costa oriental de Australia, a una pequeña ciudad llamada Newcastle. Ahí la situación se nos iba a poner muy difícil. Tal vez el Señor quería poner a prueba nuestra dedicación a Su servicio. Tal vez deseaba estrechar nuestra relación con Él. Quizá quería ilustrarnos en lo tocante a Sus prodigios. ¿O no sería un poco de las tres cosas? Nuestro pequeño rebaño de creyentes era de lo más variopinto. Entre ellos había un poeta de mediana edad, un travesti que se había sentido atraído por el mensaje de Jesús, y una chica de 16 años llamada Dale, que llegó a ser una de nuestras mejores amigas y colaboradoras. Dale vino a vernos una noche en que estaba sumida en la desesperación y hecha un mar de lágrimas. Había quedado embarazada. Su padre le exigía que se practicara un aborto y la había echado. La recibimos en casa y, mientras se quedaba con nosotros, conoció a Jesús y aceptó Su amor. Decidió llevar el embarazo a término, y al poco tiempo su padre cambió de actitud y la acogió nuevamente en casa. Luego nació nuestra hija. Dimos gracias a Dios por lo bien que se había portado con nosotros y por bendecirnos con una familia hermosa. Varios meses antes el Señor nos había dicho: «Por medio de este bebé se darán cuenta de lo veraces que son Mis promesas». Ese fue el nombre que le pusimos: Promise. En aquel momento ni nos imaginábamos cuán radicalmente cumpliría el Señor Su palabra ni lo pronto que lo haría. Los otros misioneros con quienes vivíamos, trabajábamos y compartíamos los gastos tuvieron que partir inesperadamente, y al poco tiempo se hizo evidente que no podríamos continuar por nuestra cuenta. Tendríamos que cerrar nuestra incipiente obra misionera. Cuando emprendimos solitos esa ardua tarea, nos enfermamos. A Michael le dio una fiebre tan alta que estaba permanentemente al borde de una crisis convulsiva. Después caímos enfermas Promise y yo. Yo estaba muy débil para ayudar a Bill con los niños. Es más, casi no podía hacer nada. Con el tiempo, Michael comenzó a recuperarse; no obstante, Promise se puso peor. La llevamos a consulta al hospital, pero después que el médico supo lo que habíamos contraído Michael y yo, llegó a la conclusión de que Promise había contraído la misma gripe y que se iba a poner bien. La llevamos a casa, pero su estado cada vez se agravaba más. Dos noches después le apareció un salpullido rojizo en la nuca, que poco a poco se le fue extendiendo por la espalda. Al mismo tiempo le subió la temperatura hasta 39,5°C. Nuestra nenita de seis semanas estaba sufriendo unos dolores terribles. Algo muy grave le pasaba. Volvimos corriendo al hospital. El médico de guardia en la sala de urgencias le echó un vistazo y llamó a otros dos facultativos para que emitieran su opinión. A través del panel que nos separaba de los médicos, Bill y yo logramos escuchar una palabra aterradora: meningitis. El primer médico salió de detrás del panel y, en un alarde de insensibilidad, nos ordenó que internáramos inmediatamente a Promise. Le pedimos que nos explicara el diagnóstico, pero se negó. Desde luego éramos jóvenes e inexpertos, pero no nos esperábamos el trato áspero que nos dispensó aquel médico. —Si no internan a esa bebita ahora mismo —nos advirtió—, en la mañana estará muerta. «En la mañana estará muerta». Las palabras me resonaron en los oídos. Cuando le entregué la nena al médico y se la llevaron, una flojera me invadió el cuerpo. Bill y yo esperamos los resultados de los análisis sentados en la escalinata del hospital. Nos miramos atónitos el uno al otro sin poder creer lo que sucedía. La vida de nuestra bebita de apenas seis semanas pendía de un hilo. Nos tomamos de las manos y rogamos al Señor que interviniera misericordiosamente. En ese momento nos volvió a recordar lo que nos había dicho: que se valdría de nuestra bebita para hacernos ver lo veraces que son Sus promesas. Invocamos todos los versículos que nos habíamos memorizado acerca de la sanación y le imploramos al Señor que cumpliera cada uno de ellos. Nos fuimos a casa y esperamos ansiosamente las noticias del hospital. Por teléfono el médico nos dijo que Promise tenía todos los síntomas de meningitis bacteriana y que una punción lumbar lo había confirmado. Existen dos tipos de meningitis; la que tenía Promise era incurable. Los médicos le practicaron varios análisis más y una segunda punción lumbar. En medio de nuestra consternación y pesadumbre, lo único que nos quedaba por hacer era aguardar los resultados en oración. Una hora después los médicos anunciaron que los resultados de la segunda tanda de análisis eran «confusos y posiblemente contradictorios». De golpe vislumbramos un rayito de esperanza: quizás el Señor había comenzado a sanarla. Dado que los últimos análisis no habían sido concluyentes, se hacía necesario que le hicieran a nuestra hijita una tercera punción lumbar sumamente dolorosa. Rezamos como nunca para que se obrara un milagro. De vuelta en el hospital, los médicos nos dijeron que estaban seguros de que tenía meningitis bacteriana, pero los resultados de las pruebas seguían siendo «imprecisos, poco claros y desconcertantes». No lograban explicar lo que sucedía, pero nosotros sí. Al momento en que nos pusimos a orar, Dios comenzó a obrar un milagro de curación en el pequeño organismo de nuestro retoñito. Estaba cumpliendo Su palabra. Nos estaba enseñando lo legítimas que son Sus promesas. Las tres semanas que siguieron las pasé en el hospital con Promise, a la que mantenían en una incubadora y alimentaban por vía intravenosa. Allí leí El borde de Su manto, un breve libro autobiográfico escrito por Virginia Brandt Berg, una de las primeras evangelizadoras de los Estados Unidos. La señora Berg experimentó una curación milagrosa que dio inicio a un ministerio de sanación en beneficio de los demás. Yo me aferraba a cada palabra, a cada promesa. Entretanto Bill estaba en casa cuidando de Michael y haciendo nuestras maletas. Puesto que nos disponíamos a cerrar nuestro centro misionero, habíamos dado aviso de nuestra partida al propietario de la casa que alquilábamos, por lo que teníamos que dejar el inmueble apenas dieran de alta a Promise en el hospital. Se acercaba la Navidad, y yo no había tenido ocasión de pensar en el asunto. Ni siquiera había estado en casa las últimas tres semanas. Nuestras tribulaciones habían desplazado la alegría típica de la Navidad. Sin embargo, Dios estaba por darnos el obsequio navideño más estupendo que podíamos haberle pedido. En Nochebuena se produjo el milagro. La promesa que Dios nos había hecho terminó de cumplirse. Dieron de alta a Promise. ¡El parte médico decía que estaba totalmente sana! Nuestro corazón rebosaba de gratitud y alegría. A pesar de la felicidad que nos trajo aquella noticia, nuestra situación seguía siendo muy apremiante. Bill había llamado por teléfono a un amigo de Sydney que nos dijo que nos daría alojamiento. Bill nos recogería a Promise y a mí en el hospital, y los cuatro —con todas nuestras pertenencias— tendríamos que irnos directamente a la estación a tomar el tren. Hubiéramos preferido no tener que viajar con Promise en aquella situación todavía comprometida, pero no nos quedaba otro remedio. Nos abandonamos a la misericordia de Dios. Cuando Bill llegó a buscarnos, solo traía algunos de nuestros bártulos —los que podía acarrear por sí solo—, pero me dijo que no me preocupara. Llegamos a la estación en el preciso momento en que arribaba el tren, y ahí vimos venir por el andén a nuestra querida amiga Dale, la menudita, trayendo consigo el resto de nuestras pertenencias. Nunca olvidaré esa escena. Fue nuestro ángel navideño. Estreché a mi hijito entre mis brazos durante todo el trayecto hasta Sydney mientras Promise dormía plácidamente. Bill y yo nos mirábamos a los ojos. Ambos sabíamos exactamente lo que pensábamos: acabábamos de presenciar un milagro. Eso no fue todo. Al llegar a Sydney aquella Nochebuena, uno de nuestros queridos hermanos en Cristo nos recibió con los brazos abiertos. Sin duda sentimos el amor de Jesús aquella Navidad. Nuestra situación se parecía a la de José y María una memorable noche dos mil años antes. No teníamos morada para nuestra pequeña familia. Sin embargo, aquel buen hombre nos había preparado un lugar, como el posadero de Belén hizo con José y María. Michael y Promise y nuestros demás hijos ya son mayores. Pero nunca olvidaremos aquella Navidad en que las manos de Dios nos sostuvieron, Su amor nos protegió y Sus ángeles nos ayudaron. Algunos fueron personas comunes y corrientes de las que el Señor se valió como instrumentos de Su amor. Mi oración aquella Navidad —y todas las Navidades desde entonces— es que no vacile en ayudar a los demás, del mismo modo que otros no vacilaron en ayudarnos a nosotros. ¡Las promesas de Dios son veraces! h Terri Moore es voluntaria de La Familia en los Estados Unidos.

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