viernes, 13 de noviembre de 2009

Una noche en-tren-tenida


Jack se sentó en el frío vagón y se caló la gorra, tapándose las orejas. Junto con el resto de los pasajeros, llevaba varias horas varado, luego que la locomotora de vapor y el primer vagón del expreso descarrilaran donde el diablo perdió el poncho. No quedaba otra que esperar a que llegaran a auxiliarlos. Corría el año 1959, y era pleno invierno y muy entrada la noche. No había calefacción ni luz, aparte de unas pocas linternas que tenían el revisor y algunos pasajeros. Sabía que pasaría algún tiempo hasta que en algún punto del recorrido alguien notara que el tren no llegaba y diera la voz de alarma. Se enviarían cuadrillas de rescate, si bien con cierta precaución. Podría enviarse un tren, pero con suma cautela, ya que era posible que se encontrara más adelante con un convoy atrasado corriendo en dirección opuesta. El sistema de señalización en aquella parte de la línea era anticuado. Jack lo sabía, porque era muy aficionado al mundo del ferrocarril. Llegó a la conclusión de que la búsqueda empezaría al rayar el alba. Una vez que el tren se hubo detenido con un movimiento brusco, él y otros pasajeros se bajaron del mismo como buenamente pudieron. La locomotora y el primer vagón habían quedado atascados en un grueso terraplén de grava, aunque no volcaron. Providencialmente, no hubo víctimas mortales. Eso sí, el maquinista y el fogonero resultaron con graves lesiones en la cabeza. A fin de que pudieran soportar mejor aquella gélida noche, los llevaron a uno de los vagones, en compañía de los pasajeros, algunos de los cuales también estaban heridos. La sensación general era de impotencia y temor, ya que todos sabían que eran escasas las posibilidades de que los rescataran antes del amanecer. Entonces alguien se puso a cantar en el vagón de Jack. Era una antiguo tema de Vera Lynn, muy popular durante la Segunda Guerra Mundial, The White Cliffs of Dover. Al poco rato, todos los pasajeros del vagón lo cantaban con él. Cuando terminaron, alguien entonó otra canción. «Cantamos toda la noche —recuerda Jack—. Daba igual qué canción: temas populares, de comedias musicales, himnos de iglesia y hasta villancicos. La idea era no dejar de cantar. Nos mantuvo con buen ánimo. Se nos juntaron pasajeros de otros vagones, y nos apiñamos tanto como pudimos para calentarnos. Casi nadie se conocía, pero todos éramos compañeros de infortunio y nos animábamos mutuamente. »Constituíamos un grupo de lo más variopinto. Había reclutas que volvían de un permiso, familias jóvenes, varios ancianos, incluso algunos individuos a los que uno de noche procuraría no acercarse. Se derribaron todas las barreras sociales. En el momento del accidente, Clifford —después me enteré de que así se llamaba— desahogó su frustración con una retahíla de palabrotas y groserías como nunca oí en la vida. No obstante, fue él quien rescató al maquinista, lo llevó a cuestas hasta nuestro vagón y lo cuidó toda la noche como una especie de ángel enfermero. Era un verdadero diamante en bruto. »He sido muy dado a juzgar por las apariencias, y en el caso de Clifford tengo que reconocer que me equivoqué, como probablemente me pasó tantas otras veces. Nada como una catástrofe para sacar a relucir las mejores cualidades de una persona. »Fue una noche increíble en varios sentidos. No tardé en entablar amistad con muchos de los presentes. Casi lamenté que llegaran las cuadrillas de rescate a primera hora de la mañana». Aquella fatídica noche, Jack y los otros pasajeros trabaron una amistad que duró el resto de su vida. Resolvieron reencontrarse cada año en la fecha del accidente. Jack fue a la boda de todos y al entierro de algunos. Clifford se hizo camillero de un hospital y más tarde se integró a un servicio de ambulancias. Había salido de la cárcel pocas semanas antes del descarrilamiento. Aquella noche se dirigía a una ciudad donde tenía pensado ajustar cuentas con varios ex amigos. En un encuentro que tuvo lugar años más tarde le confesó a Jack: «Aquel accidente evitó que arruinara toda mi existencia». La vida de Jack siguió adelante. Entre otras cosas, llegó a ser mi padre. Se podría decir que no logró nada muy destacado, pero lo ocurrido aquella noche le dejó una enseñanza que jamás olvidó y que le gustaba contarme. A veces, las experiencias más sombrías resultan ser las mejores de la vida y pueden ayudarnos a forjar las amistades más profundas.

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