miércoles, 25 de noviembre de 2009

Una maravilla llamada Navidad


Para ti, ¿qué es la Navidad? Muchos la consideran la principal fiesta del año, unos días en que no tienen que asistir al trabajo ni al colegio y pueden tomarse unas vacaciones. Claro que para otros la Navidad es también una temporada muy agitada, de agobio, en que se corre de un centro comercial a otro y de tienda en tienda, compitiendo con una muchedumbre que lucha frenéticamente por comprar regalos para sus familiares, amigos y conocidos. Es asimismo una época sentimental en la que rememoramos otras fiestas celebradas en compañía de seres queridos. Paradójicamente, la propia Nochebuena tiende a pasar inadvertida entre los días y semanas que la preceden y siguen. Muchas tarjetas y adornos navideños llevan escrito un escueto «Felices Fiestas», sin mención alguna de lo que se celebra en la fecha. Los arbolitos de Navidad, las luces de colores, los muñecos de nieve, las campanillas, los platos especiales, los dulces, el turrón, etc., contribuyen a definir lo que para la mayor parte de la gente significa la Navidad. Desafortunadamente, mucha gente ha olvidado casi por completo el auténtico sentido de la Navidad. La Navidad, sin embargo, es mucho más que arbolitos, adornos, Papá Noel, regalos y fiestas. Haciendo a un lado esas distracciones, podremos apreciar la belleza y la singularidad de esta fiesta. En la Nochebuena celebramos el momento en que el gran Creador del universo envió al mundo Su más preciado regalo, encarnado en una criaturita indefensa y débil que trajo un mensaje de amor, esperanza y salvación para todos los pueblos. Ese divino Niño nació de una humilde joven que lo concibió milagrosamente sin haber tenido jamás relaciones con un hombre. Si bien estaba predestinado a ser rey —más aún, Rey de reyes—, no vio la luz en un lujoso palacio en presencia de ilustres cortesanos. La sociedad de la época no le prodigó honores ni lo ensalzó en modo alguno. Por el contrario, vino a nacer en el suelo de un establo, rodeado de vacas y asnos; seguidamente fue envuelto en trapos y acostado en el pesebre donde comían los animales. Su nacimiento no se proclamó a bombo y platillo. Tampoco tuvo el reconocimiento del gobierno ni de las instituciones de la época. Pero aquella noche, en un cerro cercano, un grupo abigarrado de pastores se maravilló al ver una intensa luz que apareció de pronto en el cielo estrellado, y una multitud de ángeles llenó la noche con su anuncio y su cántico celestial: «¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad! ¡Porque os ha nacido hoy un Salvador, Cristo el Señor!» (Lucas 2:11-14). Lejos de allí, en Oriente, apareció otra señal en los cielos: una estrella resplandeciente atrajo la atención de ciertos astrólogos, que entendiendo su significado salieron en pos de ella. Recorrieron miles de kilómetros por el desierto, y la estrella los condujo al lugar exacto donde se encontraba el pequeño: la aldea de Belén. El niño tuvo por padre terrenal a un humilde carpintero con quien vivió y trabajó. Tanto de pequeño como de mayor, adoptó nuestros usos y costumbres. Eso había dispuesto Dios a fin de que pudiera comprendernos y amarnos mejor. Cuando emprendió Su misión en la Tierra, fue por todas partes haciendo el bien. No se limitó a predicar Su mensaje; lo vivió entre la gente, como uno más. Atendía las necesidades espirituales de Sus semejantes, pero también dedicó mucho tiempo a cuidar de sus necesidades físicas y materiales. Milagrosamente curaba a los enfermos, daba de comer a los hambrientos y compartía con los demás Su vida y Su amor. Tan simples eran Sus enseñanzas que aseguró que había que ser como un niño para aceptarlas. Nunca dijo que hubiera que asistir a oficios religiosos en ostentosos templos o iglesias. Es más, no prescribió ningún ceremonial complicado ni normas religiosas de difícil cumplimiento. Se limitó a predicar el amor y a manifestarlo, y se esforzó por conducir a los hijos de Dios al Reino de los Cielos, cuyas dos leyes cardinales resumió con estas palabras: «Amarás al Señor con todo tu corazón y a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22:37-39). No le importó adquirir mala fama. Fue amigo y compañero de borrachos, prostitutas y pecadores, de los marginados y oprimidos por la sociedad. Llegó a decirles que ellos entrarían en el Reino de Dios delante de las personas presuntamente buenas, los beatos santurrones que lo rechazaron. A medida que se difundía Su mensaje de amor y se multiplicaban Sus seguidores, los dirigentes de la religión oficial, envidiosos, tomaron conciencia de la amenaza que suponía para ellos quien hasta entonces no había sido más que un carpintero desconocido. Finalmente consiguieron detenerlo acusándolo de sedición. Pese a ser hallado inocente en juicio por el gobernador romano, las presiones ejercidas sobre éste por aquellos influyentes sacerdotes lo convencieron para decretar Su ejecución. No obstante, tres días después que depositaran Su cuerpo sin vida en un frío sepulcro, ¡resucitó, triunfando para siempre sobre la muerte y el infierno! Ese Hombre, Jesucristo, es el regalo de Navidad que nos ha hecho Dios a cada uno. No es un simple profeta, filósofo, maestro, rabino o gurú, sino el Hijo de Dios. Dios, el gran Creador del universo, es un Espíritu todopoderoso, omnisciente, omnipresente, que está fuera del alcance de nuestra limitada comprensión humana. Así pues, para mostrarnos más claramente Su esencia y acercarnos a Él, dispuso que Jesús tomara forma corporal y lo envió al mundo. Si bien muchos grandes maestros vertieron enseñanzas en torno a Dios y el amor, Jesús es amor y es Dios. Sólo Él murió por los pecados del mundo. En una ocasión dijo: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por Mí» (Juan 14:6). ¿Te gustaría llegar a saber sin asomo de duda que Jesucristo es el Hijo de Dios, el camino que conduce a la salvación? En realidad, es fácil. Basta con que hagas una oración pidiéndole humildemente que entre en tu corazón. Él existe de verdad y te ama, tanto es así que murió en tu lugar y sufrió por tus pecados para librarte de esa carga. La Biblia dice: «De tal manera amó Dios al mundo [tú incluido], que ha dado a Su Hijo unigénito [Jesús], para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16). Puedes recibir ahora mismo a Jesús, el regalo que Dios nos hizo por amor. No tienes más que rezar esta sencilla oración: Jesús, muchas gracias por la buena noticia de Tu amor. Quiero conocerte mejor y te invito a formar parte de mí. Perdóname todas mis faltas. Te pido que entres en mi corazón y me regales la vida eterna. Amén.

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