miércoles, 25 de noviembre de 2009

Un santo sin pretensiones


Homenaje a mi padreMarina Gruenhage
No pretendo poner a mi padre en un pedestal. A él no le habría gustado. Siempre procuraba pasar inadvertido. No recuerdo ninguna ocasión en que quisiera honores para sí. Si alguien lo elogiaba, señalaba hacia arriba, a su Creador, y le atribuía a Él todo el mérito. Muchos años después de su muerte, me doy cuenta de que mi padre era un tesoro. Cuando todavía estaba en la Tierra —sobre todo durante mi adolescencia— no lo supe valorar. Daba por sentado que todos los padres eran tan bondadosos y sacrificados como el mío. No apreciaba su naturaleza afable y sufrida. Tampoco respetaba sus convicciones. Al contrario, lo humillé muchas veces, insensible al dolor que le causaba. Papá, ahora sabes lo arrepentida que estoy de haberte lastimado tanto. Ahora sabes lo orgullosa que estoy de ti y lo inmensamente que agradezco la huella que dejaste en mi vida. Mi padre nació en Alemania en 1893. Cuando yo nací, él tenía edad para ser mi abuelo. A los 17 años aceptó a Jesús como Salvador y tomó la decisión de divulgar Su amor a toda persona que se cruzara en su camino. Siendo aún muy joven, y pese a no quererlo, tuvo que combatir en la Primera Guerra Mundial. Habría preferido con mucho salvar vidas que acabar con ellas. Pese a la frecuente oposición que enfrentaba, hablaba de Jesús siempre que podía. Unos pocos soldados se burlaban de él y de su fe, y a veces lo trataban muy mal. Me contó por ejemplo esta anécdota: «Una vez, un oficial echó mano de mi biblia para mirar un versículo que él y sus compañeros querían emplear para burlarse de mí. No hallaron el versículo, pero entre las hojas vieron mi lista de peticiones de oración, y la leyeron con interés. Sorprendidos, encontraron sus nombres en ella». Aquellos hombres orgullosos y rudos le devolvieron humildemente la Biblia, se disculparon con él, y no volvieron a molestarlo. Papá también nos habló de uno de sus superiores que había formado parte del grupo que se burlaba de él. Pero en el campo de batalla siembre buscaba refugio cerca de mi padre, el cual le preguntó en una ocasión: —¿Por qué se esconde siempre detrás de mí? ¡No soy a prueba de balas! El oficial respondió muy seriamente: —Es que a usted lo rodea tanta paz. No sé por qué, pero cuando estoy a su lado me siento a salvo. La voz de mi padre se quebraba de emoción cuando nos hablaba de un soldado de 19 años que se dejó llevar por el pánico y fue sorprendido desertando antes de una batalla importante. Lo iban a ejecutar de inmediato, pero mi papá intercedió por él. —Permítame hablar con él un rato —le imploró al oficial a cargo. Finalmente le fue concedida su petición. Papá le habló al muchacho de que Jesús se sobrepuso al temor y entregó la vida por nosotros, y oraron juntos. El joven soldado marchó con valentía a la batalla, sabiendo que probablemente perdería la vida en ella. Cuando más adelante encontraron su cadáver, tenía una expresión de gran serenidad en el rostro, y estrechaba fuertemente contra su pecho el folleto que le había entregado mi padre. El texto concluía con este versículo: «El eterno Dios es tu refugio y Sus brazos eternos son tu apoyo» (Deuteronomio 33:27, RV95). Terminada la guerra, papá se puso a estudiar para hacerse pastor de iglesia, pero tuvo que renunciar a su sueño a fin de rescatar a sus padres de una crisis económica. Con una familia que mantener, jamás pudo reanudar los estudios. Eso no le impidió continuar divulgando el amor de Dios por dondequiera que iba. Fundó una catequesis dominical y dirigía frecuentes reuniones en su iglesia, sustituyendo al pastor en muchas ocasiones. Una de sus actividades preferidas en su tiempo libre era visitar a los enfermos y a personas que estaban solas. Soy la menor de seis hijos. Cuando era pequeña, papá y yo nos queríamos muchísimo y pasamos juntos incontables y gratos momentos. Pero cuando crecí y le di la espalda al amor de Dios y a la fe que me habían transmitido mis padres, les causé gran dolor. Prácticamente no tuve comunicación con mi padre durante mi adolescencia, porque yo no quería oír los sermones que pensaba que me iba a soltar. Mi madre ya me predicaba bastante, o al menos eso me parecía. Mi padre optó por guardar silencio; mamá y yo, en cambio, discutíamos mucho. Él le decía: —¿Por qué hablas tanto con tu hija? ¡Sería mejor hablar con Dios de tu hija! A veces se me encogía el corazón por la manera en que me miraba, con los ojos llenos de tristeza. Nuestra tierna relación de padre e hija se había evaporado, y a él se le hacía muy penoso. A mí también me pesaba, pero no quería reconocerlo y me refugiaba tras una fachada de insensibilidad. Papá rogó a Dios por mí, y Él lo escuchó. A los 21 años experimenté una transformación milagrosa. Como una hija pródiga, volví a Jesús y le pedí que se hiciera cargo de mí. Él respondió a mi súplica y me dio el amor y la satisfacción que anhelaba. ¡Cómo se alegró mi padre! Tuvimos un reencuentro muy dichoso, y mamá me dijo que a lo largo de los años mi padre no había dejado de rogar con fervor y gran determinación para que encontrase al Señor, costara lo que costara. ¡Gracias, papá, por no darme por imposible y por ayudarme a descubrir la auténtica felicidad! Unos cuantos años después, cuando mi padre partió hacia al Cielo, se publicó un breve artículo sobre él en un diario local. Entre otras cosas, decía: «Es poco común hallar personas con tanta paciencia y bondad como las que manifestaba el Sr. Gruenhage. Quienes lo conocieron se daban cuenta de que “había estado con Jesús” (Hechos 4:13)».A su manera, mi padre fue un humilde santo, de esos que pueblan el Cielo.
Marina Gruenhage (1947-2005) fue misionera de La Familia Internacional durante más de 30 años, buena parte de ellos en el Japón.

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