miércoles, 25 de noviembre de 2009

De maestra a alumna


Esto debiera resultarme muy fácil —pensé mientras me preparaba para dejar la enseñanza primaria y dedicarme a la secundaria—. Al fin y al cabo, llevo toda la vida de docente». ¡Vaya sorpresa la que me llevé! Los niños pequeños, por lo general, son bastante respetuosos de las personas mayores y confían en ellas. Para casi todos los que había tenido a mi cuidado mi palabra era la ley, sin chistar. En cambio, daba la impresión de que los adolescentes lo cuestionaban todo. El respeto y la obediencia —que yo siempre había considerado que todo profesor se merecía— no estaban garantizados. No es que yo estuviera siempre en lo cierto y los jóvenes errados; simplemente ellos querían hacer las cosas de otra forma. Preferían ser independientes y nunca se contentaban con hacer las cosas como yo, o como sus padres, o como otras personas de nuestra generación. De haber sabido entonces lo que sé ahora, podría haber tenido éxito. Pero me empeñé en aplicar los métodos de probada eficacia que siempre había empleado. De ahí mi relación con mis alumnos se tornó tensa. Me sentía contrariada, infeliz. Me pasaba el día criticando. Tiempo después me ofrecieron un puesto de directora de una pequeña obra de asistencia social en una zona de tugurios de Sao Paulo, la cual tenía buenas posibilidades de prosperar. Acepté. Nunca antes había puesto pie en una favela, así que no sabía qué esperar ni por dónde empezar. Pero Dios me dio un compañero de trabajo que sí estaba preparado: Paulo, un muchacho brasileño de 20 años criado en el seno de una familia misionera y que ya llevaba dos años dedicado a los jóvenes de barrios marginales. Dimos inicio a nuestra pequeña misión, y ahí comenzó también mi propia formación. Esencialmente se trataba de combinar la asistencia material y la formación práctica con el asesoramiento espiritual, a fin de mejorar la situación de unas 100 familias que vivían en un basural de la ciudad. En aquel descampado de unas 20 hectáreas nos enfrentábamos a todas las deficiencias imaginables de salubridad, higiene y falta de servicios públicos: cloacas al aire libre, agua contaminada, ratas y otras alimañas, caminos de tierra, una red de tendido eléctrico totalmente inadecuada y precaria... todo lo que a uno se le puede ocurrir. Afortunadamente, Paulo demostró tener mucha perspicacia y ciertas habilidades que a mí me faltaban. Fue para mí una lección de humildad cuando, al entrevistar a aquellas familias, se hizo evidente la experiencia de Paulo y mi propia ignorancia. Yo provengo de una familia de clase media alta de Estados Unidos. Nunca había visto semejante pobreza. Las condiciones físicas de aquel lugar me abrumaron mental y emocionalmente. Además, no sabía relacionarme con las personas a las que habíamos ido a ayudar ni entendía que toda su mentalidad estaba modelada por el sufrimiento, la pobreza y el trajín cotidiano para obtener artículos de primera necesidad. Metía la pata en lo que decía y hasta bromeaba con asuntos que para ellos no eran cosa de risa. Me sentía avergonzada cada vez que Paulo me llamaba aparte y me señalaba mis desaciertos; pero poco a poco fui aprendiendo. Paulo también me expresaba su opinión sobre las necesidades y las actitudes de las diversas personas a las que entrevistábamos u ofrecíamos ayuda. Me explicaba, por ejemplo, que ciertas familias no pasaban tantas privaciones como otras, o no se esforzaban todo lo que podían por mejorar sus condiciones de vida. Se daba cuenta de quiénes eran de fiar y merecían nuestra asistencia; yo no. A mí me parecía que todos precisaban ayuda y que todos eran sinceros. Amén de todo ello, Paulo se percataba de los comentarios y de los actos que les caían pesados o los ofendían. Estaba compenetrado con ellos; yo no. Los jóvenes de aquel lugar —de hecho, todos— querían a Paulo entrañablemente. Él se ponía a su altura, aunque con el objeto de levantar el nivel. Era capaz de hablar su mismo lenguaje; pero en un abrir y cerrar de ojos encauzaba la conversación hacia temas más positivos y constructivos. Tanto les daba una exhortación como jugaba al fútbol con ellos. A él todo le salía con naturalidad. ¿Cómo no iba yo a valorar sus dotes directivas y las recomendaciones que me hacía? Como consecuencia, adivinen qué pasó. Paulo y yo nos llevábamos de maravilla, y nuestros esfuerzos dieron fruto. Ambos nos dedicamos ahora a otras misiones, pero la obra que comenzamos juntos florece hasta el día de hoy. ¿Por qué? Estoy segura de que en parte obedece a que aprendimos a trabajar en equipo. Yo me mostré abierta a sus consejos, reconocí su capacidad y seguí sus indicaciones. Cuando surgía algo para lo que yo estaba mejor capacitada, él me dejaba tomar la iniciativa. Cuando algo salía mal, lo hablábamos. Yo respetaba sus aptitudes y opiniones, y él las mías. Funcionó de maravilla. Aprendí mucho de aquella experiencia. En primer lugar, comprendí que si hubiera encarado la enseñanza media con la misma actitud con que abordé aquella labor social con Paulo —reconociendo que tenía mucho que aprender—, todos habríamos sido más felices. De haber animado más a aquellos jóvenes alumnos, de haberles demostrado más respeto y confianza, ellos me habrían respetado y apreciado más a mí. En vez de caerles como una sabelotodo, hubiera debido dejarles experimentar y luego ayudarlos a enderezar los entuertos cuando las cosas salían mal. Así habríamos madurado juntos. ¡Gracias a Dios que siempre nos presenta nuevas oportunidades! Sin duda Él sabía lo que hacía cuando me llevó a dejar mi puesto de docente para que aprendiera a llegar al corazón de los jóvenes. Charlotte Hopper es misionera de La Familia Internacional en el Brasil.

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