miércoles, 4 de noviembre de 2009

Un reguero de destrucción


Crónica de una comunidad misionera en Indonesia Yakarta, 13 de mayo de 1998 Atrapados en el núcleo mismo de un estallido social cuyo detonante fueron los disturbios estudiantiles en contra del Gobierno, no nos quedaba otra esperanza que apoyarnos en el Señor. Las fuerzas que nos dio en ese momento bastaron para sacarnos adelante. Lo que pudo haber terminado en una tragedia o en un profundo trauma llegó a ser un contundente testimonio del poder de Dios. Hacía días que no salíamos de nuestro apartamento salvo en caso de necesidad extrema. Alguien susurró en voz baja, para no asustar a los niños: —¿Escuchaste las últimas noticias? ¡Las turbas han provocado disturbios por toda la ciudad! Cautelosamente, Lydia echó un vistazo por la ventana, ocultándose tras la cortina. —Por aquí está todo tranquilo —dijo—. Casi demasiado. —De momento estamos a salvo en este edificio —dijo John abrazándola—. Hemos orado por la situación. Tenemos, pues, la certeza de que estamos en manos del Señor. Habíamos orado sobre la posibilidad de abandonar la ciudad, pero teníamos una fuerte corazonada de que el Señor quería que nos quedáramos allí. —Parece un buen momento para salir a hablar con alguno de nuestros vecinos —comentó John. Lydia volvió a mirar por la ventana. Esta vez se fijó en los hombres que montaban guardia en el portón de entrada de nuestro complejo habitacional. Su demostración de fuerza quizá sirviera para desalentar a unos cuantos saqueadores, pero ¿qué podían hacer si se veían atacados por una turba enardecida? Luego de pedir al Señor que los protegiera, John y Lydia bajaron por las escaleras que conducían a la salida del edificio. Pasaron presurosamente frente a las tiendas vacías de la planta baja y se dirigieron hacia el portón principal del complejo, donde un pequeño grupo de vecinos se hallaba reunido conversando con los guardias. Al acercarse a ellos, de golpe el barrio se vio sacudido por un fuerte estallido. Casi al mismo tiempo, dos jóvenes asustados doblaron la esquina corriendo frenéticamente. —¡Rápido! —gritó uno de ellos—. ¡Desaparezcan! ¡Viene una turba! Detrás de ellos venían más personas —unas a pie, otras en moto o en automóvil— que procuraban escapar a toda velocidad de los manifestantes. El primero de los muchachos se detuvo. Mientras recuperaba el aliento, con las manos apoyadas en las rodillas, balbuceó: —Están rompiendo vidrieras e incendiando edificios… ¡edificios como éste! ¡Están a la vuelta de la esquina! ¡Echen a correr! ¡Saquen a sus familias de aquí! El miedo se veía reflejado en su mirada cuando echó a correr nuevamente. Los vecinos se llenaron de pánico y también desaparecieron. John y Lydia oraron para conservar la calma. Sin decirse palabra, se dieron la vuelta, corrieron hacia el edificio y subieron rápidamente las escaleras. Joanna los había visto venir y les abrió la puerta. Era evidente que algo terrible sucedía en la calle. Lo único que podíamos hacer era orar afanosamente para que el Señor nos guardara de todo mal. Dos de nosotros mantuvimos a los niños ocupados leyendo mientras los demás, en otro cuarto, rezaban con más fervor que nunca. Pasó el tiempo. No parábamos de orar. Cuando los gritos y alaridos de la calle se volvieron más sonoros, nos tapamos los oídos e invocamos la protección divina una y otra vez. El Salmo 91 nos reconfortó muchísimo: «Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a Ti no llegará» (Salmo 91:7). ¡Parecía escrito para nosotros! Rezamos hasta que la paz de Dios nos cubrió como un manto. Al cabo de lo que nos pareció una eternidad, alguien se acercó a la ventana. Reinaban la quietud y el silencio. No se veía a nadie. ¡Estábamos a salvo! Philip y Esther subieron a la azotea para ver mejor lo que ocurría. Allí se hizo patente la forma increíble en que nos habíamos salvado. La turba había dejado un reguero de destrucción por la calle que conducía a nuestro vecindario, una estela de desechos humeantes, hierros retorcidos y vidrios rotos. Los manifestantes se habían acercado por nuestra calle. Pero metros antes de llegar a nuestro edificio giraron hacia un supermercado cercano. Pasado un buen rato todavía se oían los gritos de la muchedumbre que saqueaba el supermercado y se llevaba todo lo que podía acarrear. Más tarde, la noche se iluminó con llamas de 60 metros de altura provenientes de dos grandes almacenes saqueados e incendiados no lejos de allí. En medio de toda aquella destrucción y terror, estuvimos a salvo en manos de nuestro amoroso Salvador.

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