jueves, 19 de noviembre de 2009

Un ángel llamado Beverly


Una de las niñas del hospital oncológico que suelo visitar acaba de morir. Probablemente debería sentirme feliz de que un niño más se haya ido al Cielo y de que su sufrimiento haya tocado a su fin. Pero me había encariñado con ella. Se llamaba Beverly y tenía siete años. En realidad nunca se la vio muy enferma. Tenía todo su pelito, y no estaba tan delgada como los demás. Di por hecho que todos los jueves a las 10 de la mañana estaría en la sala de juegos esperando a que empezara nuestra clase de dibujo. Hoy no estaba. Y nunca volverá a estar. Todos me habían aconsejado que no me apegara a los niños. «No puedes encariñarte con ellos», me decían. Pero yo no hice caso, pensando que era capaz de soportarlo. Entendía que la vida de esos chiquillos pende de un hilo, pero pensé que sabría hacer frente a la situación si el hilo se rompía. Otros voluntarios abandonaron a raíz de la muerte de ciertos niños con quienes se habían encariñado. Fue más de lo que podían soportar. Pero yo pensé que era fuerte, que no me afectaría. Y aquí estoy, llorando a mares. Quizás es que Beverly era un ángel, demasiado buena para este mundo, y por eso le dieron sus alas antes que a nosotros. Parecía inmune a los males de esta Tierra, y era muy inocente para tener conciencia del pesar que dejan en sus seres queridos quienes parten de este mundo. No parece tener sentido, ni para Beverly ni para los demás —miles, cientos de miles, millones— cuya vida se verá prematuramente interrumpida. ¿Acaso pierdo el tiempo con esos chiquitines a quienes les queda muy poco tiempo de vida en esta Tierra? Si su existencia es tan frágil y transitoria, ¿está bien que los ame como si fueran a vivir para siempre? Al plantearme esos interrogantes, llegué a una respuesta inesperada: precisamente porque el futuro de estos niños es tan imprevisible, cada día —cada segundo— cuenta. El quid de la cuestión no es si van a vivir o no, sino más bien si estoy dispuesta a vivir para amarlos. Esta labor no entraña gloria alguna. Sé que me traerá más dolor cada vez que sea testigo del ocaso de otra tierna vida. Es inevitable que vuelva a encariñarme y vuelva a perder a alguien que me es entrañable. De todos modos, existe un consuelo: la satisfacción de que si derramo unas gotas de amor sobre un ser humano que se llevará consigo el recuerdo de ese amor —ya en la Tierra, ya en el mundo venidero—, habré hecho lo que más importa. Beverly vivió siete años. Puede que yo viva setenta más. No lo sé. Nadie lo sabe. La muerte es capaz de tomar a cualquiera por sorpresa. No obstante, pase lo que pase, cuando llegue al Cielo habrá un rostro que no me sorprenderá ver. Entre los que me aguarden para darme la bienvenida a ese lugar en el que no habrá más sufrimiento, ni llanto, ni muerte, estará el hermoso rostro de un ángel, un ángel llamado Beverly.

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