domingo, 8 de noviembre de 2009

Un afortunado accidente


En veinte años que llevo de conductor, nunca había cerrado el auto olvidándome las llaves dentro. Pero me sucedió en un momento que no podría haber sido más inoportuno. Me había comprometido a llevar a unos compañeros de trabajo a una cena especial y nos veríamos obligados a cancelarla. Llamé a un cerrajero, pero quería cobrarme treinta y cinco dólares por abrir el auto. Mientras trataba de dar con otra solución, una de mis compañeras vio a un hombre de unos 40 años, de origen latino, que detenía su vehículo cerca de donde nos encontrábamos. Le explicó el problema que nos aquejaba y le dijo que éramos misioneros. Acto seguido, le preguntó si no le importaría llevarme hasta el campamento donde nos alojábamos —a varios kilómetros de allí— para buscar mi otro juego de llaves y volver. Mis compañeros se quedarían cerca del auto. El hombre accedió de buen grado, como si no tuviera otra cosa que hacer. Se llamaba Vladimir, nombre poco común para un mexicano. Camino del campamento, Vladimir se desahogó conmigo y me contó sus problemas. Al momento de encontrarse con nosotros, estaba deprimido y había optado por salir a dar vueltas a ver si se le pasaba. Antes de llegar a los EE.UU. siete años antes, había sido ateo. Pero luego empezó a creer y a asistir a la iglesia. En un momento hasta quiso ser pastor. También había gozado de un matrimonio feliz y era padre orgulloso de tres hermosas niñas. Mantener una familia con un sueldo mínimo no le había resultado fácil, por lo que tuvo que recurrir al pluriempleo. El poco tiempo que pasaba en casa tuvo nefastas consecuencias: su esposa inició una aventura amorosa con un amigo suyo. Aquello hizo añicos sus sueños. Transcurridos dos años, todavía sufría pesadillas, atormentado por los celos. Desesperado, buscó alivio en el alcohol y la cocaína; pero logró dejarlos antes de quedar enviciado. No había dejado de creer en Dios, pero ya no tenía deseos de hacer nada por Él. Hasta había perdido las ganas de vivir y especulaba con la posibilidad de suicidarse. El recuento de sus conflictos parecía interminable. Para cuando llegamos al campamento, Vladimir se había desahogado. Le mostré algunos versículos de la Biblia acerca del amor y el poder omnipresente de Dios para asistirnos en los momentos más difíciles de la vida, luego de lo cual oró para aceptar el regalo de salvación de Jesús. ¡Qué transformación se operó en él! ¡Se lo veía feliz! Me agradeció mucho que estuviera dispuesto a escucharlo. Como volver a la iglesia habría sido una gran humillación para él, no tenía a nadie a quien confiarle sus problemas. Al darme cuenta de que lo que a mis ojos parecía una metedura de pata —dejar las llaves dentro del auto— había sido en realidad el designio divino para que Vladimir se cruzase en mi camino, ¿cómo podía seguir fastidiado conmigo mismo? El Señor alteró mis planes para cumplir un propósito mucho más trascendental.

No hay comentarios:

Publicar un comentario