domingo, 8 de noviembre de 2009

Confesiones de un trabajólico


Me crié con una sólida ética de trabajo. Desde pequeño se me impartió una formación orientada hacia el rendimiento y la productividad. Conseguí mi primer empleo a los 10 años y lo mantuve hasta los 17. Al principio, lo que ganaba era para contribuir al sustento de la familia. (Éramos 6 hermanos.) Para cuando cumplí los 12 años ya me costeaba toda la ropa, los artículos personales y los útiles escolares con lo que ganaba. Aprendí el valor del tiempo y del dinero, y me acostumbré a trabajar arduamente. El tener que trabajar mientras los demás niños jugaban no me molestaba; es más, me gustaba trabajar, cuanto más, mejor. En mi adolescencia, me convencí de que podía lograr casi cualquier cosa que me propusiera, y eso me daba una sensación de independencia y hombría. Cuando a los 19 años tomé la decisión de consagrar mi vida al servicio del Señor, mi entusiasmo era tal que quería entregarme de lleno a ello, así que trabajaba largas horas. Al pasar los años, me convertí en lo que algunos denominan un trabajólico. Era capaz de trajinar horas y horas sin parar. El hecho de criar una familia en las misiones siempre me proporcionó mucho que hacer, y me encantaba mantenerme atareado. Por desgracia, en muchas ocasiones les hice la vida innecesariamente difícil a los demás, porque pretendía que trabajaran tanto como yo. Aunque no dijera nada de forma explícita, muchas veces las personas que me rodeaban se sentían en falta si no lograban seguirme el tren. Como podrán imaginarse, con tanto trabajar no pasaba suficiente tiempo con el Señor. En consecuencia, gran parte del tiempo me apoyaba en mis propias fuerzas y no en las Suyas. A Él le tomó mucho tiempo hacerme entender que mi actitud estaba equivocada, pero al final lo consiguió. Un hecho que me ayudó a dar el vuelco ocurrió hace varios años. Iba de regreso a casa al cabo de un viaje de varios días a otra ciudad y ansiaba llegar para disfrutar de la cena especial que estaban preparando. En aquella época vivíamos con otros misioneros y nuestro presupuesto era muy limitado, por lo que normalmente la comida no abundaba. Sin embargo, aquella cena iba a ser diferente: habría bastante carne y deliciosos acompañamientos. Era lo único en que pensaba durante el largo viaje a casa. Pero cuando llegué, el plato de comida que mi esposa me había servido había desaparecido. Por una confusión se lo había comido otra persona. ¡Eso me molestó sobremanera! Salí a caminar por el patio y le manifesté al Señor lo decepcionado que estaba. Había trabajado mucho y esperaba ansiosamente llegar a casa para aquella comida. ¿No me merecía más amor y consideración? Echaba en falta el aprecio de mis hermanos. Me sumí en la murmuración. Cuando me tranquilicé un poco, escuché la voz del Señor que me reprendía tiernamente: «Entiendo que te sientas zaherido porque no te dieron lo que te tenían reservado —comenzó a decirme—. Quizás esto te ayude a entender lo herido que me siento Yo cuando no me dedicas el tiempo íntimo que prometiste reservar para Mí. Te amo y quiero pasar tiempo contigo. Pero siempre encuentras algo más que hacer. Eso me duele. Muchas veces has prometido pasar más tiempo conmigo, pero luego faltas a tu promesa y te vas por ahí a hacer otra cosa.» Aquellas palabras me calaron hondo y me hicieron llorar. No me quedó más remedio que admitir lo equivocado que estaba y arrepentirme por desatender al Señor. Al darme cuenta de que lo había herido, se me partió el alma. Aquel episodio alteró mi forma de hacer las cosas. No puedo afirmar que de la noche a la mañana se operó en mí una transformación; pero poco a poco, a lo largo de varios años, el Señor me ayudó a profundizar y fortalecer mi relación con Él y a superar lo que ahora considero un impedimento: mi adicción al trabajo y el hecho de que centrara mi vida en el rendimiento y la productividad. Ahora me maravillo de la paciencia, la comprensión, la benevolencia y el amor incondicional que manifestó Jesús por mí. Me siento inmensamente bendecido. Sé que fue Él quien obró la transformación que necesitaba. No habría sido capaz de cambiar por mi cuenta, ni hice nada para ganarme o merecerme Su ayuda. Sólo reconocí que quería cambiar, y Él hizo lo demás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario