jueves, 26 de noviembre de 2009

Testigo ocular


Las últimas 24 horas han sido perturbadoras, aterradoras, maravillosas. Todo comenzó con una orden de Caifás, el sumo sacerdote; Caifás, el títere de Roma; Caifás, a quien sirvo. «Malco, ¡haz esto! Malco, ¡haz aquello!» Huelga decir que tengo que obedecer sus órdenes. Soy un títere del títere, y mis funciones consisten en llevar a cabo los trabajos sucios que me encarga. Desde luego, este fue el más sucio de todos.El sumo sacerdote me dio unas instrucciones para el capitán de la guardia del templo: que fuera con sus hombres a apresar a Jesús y lo llevara al tribunal. Y yo debía acompañarlos. Ya nos había tocado llevar a cabo ese tipo de acciones cuando hubo que detener a otros maestros subversivos. Pero en esta ocasión algo dentro de mí se sublevó contra esas órdenes.Unos meses antes había escuchado hablar a Jesús, y francamente debo decir que nadie ha hablado jamás como Él. «Amen a sus enemigos. Hagan el bien a quienes los odian». ¡Palabras así no se escuchan con mucha frecuencia! Todos los demás promueven lo de «ojo por ojo». Los zelotes quieren recuperar su país. Los fanáticos religiosos desean que se restablezca su religión. Los mercaderes deshonestos quieren recobrar el dinero que otros aún más deshonestos les han estafado. Parece que todo el mundo tiene afán de revancha. Jesús era diferente.Caifás deseaba que lo arrestáramos a altas horas de la noche porque temía un levantamiento popular si lo hacíamos a la vista de la gente. Jesús había obrado muchos milagros, y la mayoría de la gente lo quería. Es más, un par de días antes había sido aclamado rey por la muchedumbre al entrar a la ciudad. El plan era encontrar a Jesús en el huerto donde acostumbraba rezar, tomarlo por sorpresa y detenerlo antes que pudiera escaparse. Pero las cosas no se dieron así: al llegar, Él nos estaba esperando, como si ya supiera que íbamos a aprehenderlo. Judas Iscariote cumplió lo que se había pactado con él e identificó a Jesús entre una docena de hombres. ¡Qué forma de traicionar a su maestro: con un beso!Nos podríamos haber ahorrado las 30 monedas de plata de las arcas del templo que los principales sacerdotes le pagaron a Judas, pues antes que pudiéramos decir o hacer nada, Jesús nos preguntó:—¿A quién buscan?—A Jesús de Nazaret —le respondí.—Yo soy —dijo.Su presencia era tan imponente que todos los presentes caímos al suelo. —¿A quién buscan? —volvió a preguntar.—A Jesús de Nazaret —repetí, esforzándome por ponerme de pie.—Ya les dije que Yo soy la persona que buscan. Dejen ir a estos otros —dijo señalando a Sus discípulos.Pero uno de ellos —al que llaman Pedro— no quería irse sin oponer resistencia. Desenvainó una espada y me asestó un sablazo. Yo lo esquivé, y pensé que no me había dado; pero de pronto sentí un dolor agudo, y empezó a manar sangre de un costado de mi cabeza. ¡Me había cortado la oreja! Caí de rodillas y me puse las manos sobre la herida para intentar detener la hemorragia. En apenas unos instantes, mis ropas se tiñeron de rojo y sentí que me desvanecía.De golpe me rodeó un fuerte resplandor. Alguien me llamaba por mi nombre. Era Jesús, que se había arrodillado a mi lado y me cubría la herida con la mano. Sentí un cálido cosquilleo. De un momento a otro dejó de dolerme. La mirada de Jesús irradiaba amor. No dijo una sola palabra, pero comprendí que no era mi enemigo, sino mi amigo. También tuve la certeza de que la oreja se me iba a curar por completo; pero ¿qué iba a ser de Él? Yo había participado en su detención. Ahora lo lamentaba.—Guarda esa espada —dijo Jesús dirigiéndose a Pedro—. El que por la espada vive, por la espada morirá. Me parece que algunos de los guardias se sorprendieron tanto como yo de que Jesús fuera capaz de amar y sanar a sus enemigos. Al igual que yo, es posible que algunos se preguntaran si en verdad era el Hijo de Dios. Pero no el capitán; ese nunca cuestiona las órdenes que recibe. Levantó bruscamente a Jesús, y enseguida todos se habían marchado.A solas en el huerto, me puse a pensar en el milagro que acababa de producirse. Aunque mi oreja estaba como siempre, mis ropas ensangrentadas eran la prueba de que había sucedido algo portentoso. ¿Cómo habían podido los demás desestimar tan rápidamente aquel milagro? ¿Cómo habían podido ser tan insensibles?Al regresar a casa, mientras me lavaba la sangre seca de la cara y los brazos y me cambiaba de ropa, me carcomía la idea de que acaba de ser cómplice de un crimen espantoso.Corrí, entonces, al palacio del sumo sacerdote para ver qué le hacían a Jesús. El lugar estaba lleno de gente. La noticia de la detención se había difundido como un reguero de pólvora.—¿Dónde está? —pregunté a uno de los guardias.—Ya empezó el juicio. Caifás está convencido de que este tipo, Jesús, es culpable de blasfemia. Va a emitir sentencia sumaria. No tiene escapatoria —respondió dándolo por hecho. A cada rato me tocaba la oreja. No sentía dolor, no había ningún daño. Me pasaba los dedos por donde me habían cortado y ni siquiera notaba una cicatriz. ¿Cómo era posible?Entonces me asaltó nuevamente aquel pensamiento, aún más fuerte que antes. «¡Tengo la culpa de lo que está sucediendo!» Me invadió la sensación de que era yo el que estaba en el banquillo de los acusados. «Me sanó. Me manifestó amor y misericordia. Y ahora está acorralado por esos lobos sedientos de sangre. ¿Qué he hecho?»El guardia estaba en lo cierto. Caifás y los principales sacerdotes se apresuraron a dictar sentencia; pero bajo la ley romana no tenían autoridad para condenar a muerte a Jesús.Seguí a la chusma cuando lo llevaron para ser juzgado por Poncio Pilato, el gobernador romano. Sus acusadores daban la impresión de estar bajo el mismo efecto que nosotros en el huerto: cada vez que Jesús hablaba, casi se caían al suelo. Sabían que no era un hombre cualquiera.—No me parece que haya cometido delito alguno —declaró Pilato después de su interrogatorio.Pero al ver que los sacerdotes habían soliviantado a la multitud para que exigiera su ejecución y que estaba a punto de producirse un tumulto, pidió un cuenco de agua y se lavó las manos diciendo:—Soy inocente de la sangre de este hombre justo. Si quieren que lo crucifique, ¡allá ustedes!Jesús, entonces, fue entregado para ser crucificado, y toda la guarnición de soldados romanos lo rodeó. Lo vistieron con una túnica roja y le pusieron una corona de espinos en la cabeza. Le escupieron y se mofaron de Él.—¡Salve, rey de los judíos! —le decían.Luego le volvieron a poner su propia ropa y se lo llevaron para crucificarlo.Me vi empujado por la muchedumbre que lo seguía por las angostas callejuelas de Jerusalén, hasta que llegamos a un cerro llamado Gólgota —que quiere decir «lugar de la calavera»—, situado en las afueras de la ciudad. Para cuando logré abrirme paso hasta el frente, los soldados ya lo habían clavado en la cruz. Lo colgaron como a un criminal cualquiera. Tenía el rostro y el cuerpo ensangrentado, algo así como yo en el huerto.Recordé una ocasión, varios meses antes, en que lo había escuchado decir a la multitud: «He venido a buscar y salvar a los perdidos». Aunque estaba seguro de que no me escucharía con todo el ruido del gentío reunido para presenciar Su muerte, exclamé: «Estoy perdido, Jesús. ¡Perdóname por lo que hice!»En ese momento me dirigió la misma mirada radiante de amor que había visto en el huerto. Sabía que me había perdonado. Ya había sido un milagro que me sanara la oreja; pero más lo fue que me curara el corazón.Unos momentos después llegó Caifás para mofarse de Él y regodearse de su triunfo. Era la antítesis de Jesús. Estaba lleno de odio y malicia.—Si eres el rey de Israel, como dices, ¡baja de la cruz! Entonces te creeremos. Te encomendaste a Dios. ¡Que Él te libre ahora! —espetó.El cielo se oscureció, se levantó viento, truenos estremecieron el cerro, y Jesús clamó:—¡Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen!Aun mientras agonizaba colgado de aquella cruz, perdonó a sus ejecutores.Ahora sé lo que debo hacer. Es imperioso que encuentre una forma de servir a mi nuevo Maestro por amor y gratitud.

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