viernes, 20 de noviembre de 2009

¿Te puedes ganar la gloria a pulso?


LA POLÉMICA RELIGIOSA más encarnizada que ha habido a lo largo de la Historia se ha dado siempre entre las religiones que sostienen que uno puede salvarse a sí mismo y las que consideran que sólo Dios puede hacerlo. El hombre siempre ha pretendido salvarse a sí mismo, labrar su propio camino al Cielo echando mano de apenas un poquito de ayuda divina, para poder atribuirse a sí mismo la mayor parte del mérito y seguir su propio camino. El primer homicidio fue cometido por un fanático partidario de la salvación por méritos propios: Caín, el mayor de los hijos de la primera pareja, Adán y Eva. Caín resolvió que ofrendaría en sacrificio a Dios lo que a él le diera la gana en lugar de inmolar el cordero que Dios había pedido. Decidió que él tendría sus propios criterios y en ello basaría su religión. No obstante, el sacrificio de Caín —las frutas y legumbres de su huerto, producto de sus esfuerzos, de su propia rectitud— desagradó a Dios, y fue desechado. Por otra parte, su hermano Abel ofrendó con humildad y sencillez un cordero, justo lo que Dios había pedido. Al encontrarse con que el sacrificio de Abel era aceptado y el suyo rechazado, Caín se enardeció de tal manera que mató a su hermano (Génesis, capítulo 4). Aquel asesinato marcó el inicio de la persecución de la iglesia auténtica a manos de la falsa. Caín era religioso, sumamente religioso. Procuraba denodadamente salvarse a sí mismo por sus propios medios. Incluso ofrendaba sacrificios a Dios y alegaba que le rendía culto. Pedía de todo corazón a Dios que le ayudase a ganarse su salvación. Pero todos sus esfuerzos fueron insuficientes. El camino por el que optó no era el señalado por Dios, sino el que emprenden todas las religiones erróneas. Los adherentes de esas religiones se rigen totalmente por el farisaísmo y por sus propios conceptos. La mayoría de esas personas afirman que adoran a Dios y que acuden a Él en busca de un poco de asistencia para obtener la salvación. El problema es que se esfuerzan tanto por ganársela que creen merecérsela, con ayuda de Él o sin ella; y se ofenden si les parece que Dios no aprecia su bondad. «Mira todo lo que hemos hecho por Ti, Dios. Debieras darnos una medalla. Desde luego merecemos salvarnos. Si vas a salvar a alguien, deberías salvarnos a nosotros. Si alguien va a alcanzar el Cielo, ¡nosotros deberíamos estar entre los elegidos!» En cambio, Abel simplemente hizo lo que Dios le ordenó, y «ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín» (Hebreos 11:4), el sacrificio de una fe pura en lo que Dios le había indicado. Al sacrificar un cordero —y anunciar así la muerte de Cristo en la cruz por los pecados del mundo—, Abel demostró que confiaba en que el único capaz de salvarlo era Dios. Sabía bien que sólo contaba con la rectitud de Dios, que él no tenía ninguna, que la salvación no era otra cosa que un don divino (Efesios 2:8,9). El humilde sacrificio de Abel dejó en ridículo al esforzado Caín —el beato autodidacto entregado a su propia modalidad de culto— y puso en evidencia la inutilidad de los esfuerzos de este último y su hipocresía, tanto que Caín se enfureció. Luego de tan ardua labor, de aplicar su racionalismo legalista y de exigir la salvación como premio a su empeño, fue tal la humillación de Caín que trató de sepultar aquella dolorosa verdad —el estrepitoso fracaso de su religión— matando al hombre cuya fe sencilla en la gracia de Dios lo había desenmascarado. Así se originó el enfrentamiento descomunal entre la soberbia y la humildad, entre los condenados partidarios de la beatería y los pecadores salvados, la guerra perpetua que se ha librado a partir de aquel momento entre la carne y el espíritu, las obras y la fe, la ley y la gracia, el yo y Dios. Ello ha derivado en algunos de los mayores malentendidos e interpretaciones más erróneas de las Escrituras que jamás se hayan visto. Desde entonces, la mayor parte de la humanidad ha tratado de salvarse a sí misma con un mínimo de reconocimiento a Dios, falseando las Escrituras para demostrarse capaz de hacerlo. Sin embargo, Dios no puede ayudarlos a salvarse. Él no interviene en favor de los que piensan que pueden lograrlo con sus propios esfuerzos. Únicamente ayuda a los que se saben impotentes. Por mucho que uno procure obtener ayuda divina, no puede salvarse a sí mismo basándose en sus propios criterios. Siendo yo joven en la fe, también me dejé engañar por la falsa doctrina de algunas confesiones y religiones de obras, que promulgaban una suerte de inseguridad eterna del creyente, es decir, que a ratos se es salvo y a ratos no. Hasta que un día, ya en mi adolescencia, quedé fascinado al descubrir la sencilla verdad contenida en el versículo Juan 3:36. Tras años de incertidumbre, confusión y falta de seguridad en mi propia salvación, descubrí que lo único que tenía que hacer era creer; que con eso bastaba. Jesús dijo: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna». En presente: tiene. Sin condiciones ni salvedades. No era preciso que me portara bien, ni que fuera todos los domingos a la iglesia, ni que alcanzara una perfección inmaculada. Yo simplemente no había podido lograrlo, y lo sabía. Parecía que cuanto más intentaba ser bueno, peor me volvía. Como decía el apóstol Pablo: «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro» (Romanos 7:24,25). Así es. No hay nada más, no hay otra forma. No hay rectitud propia ni buenas obras que valgan. Nada de eso puede mantenernos salvos, y mucho menos comprarnos la salvación. Sólo Jesús puede concedérnosla. Además de salvarnos, es Él quien hace las obras por medio de nosotros. Es todo obra de Jesús; no de nosotros ni fruto de nuestra santurronería. Únicamente obra de Jesús. Eso sí que me proporcionó alivio, porque sabía que de otra forma yo mismo nunca lo hubiera logrado. Tenía que hacerlo Dios. Yo sencillamente no era capaz. Por eso lo hizo Él. El problema que tienen muchos cristianos de hoy es que todavía viven en el Antiguo Testamento. Hacen de la religión una cuestión de obras. Años atrás me contaron de unos misioneros que habían viajado a tierras remotas. Al llegar, la gente del país les preguntó: «¿Ustedes son cristianos del Antiguo o del Nuevo Testamento?» Al principio no entendían a qué se referían. Pero no tardaron en descubrir que al decir cristianos del Antiguo Testamento aludían a quienes hacen hincapié más que nada en los templos, en las ceremonias, en los formalismos y en la tradición, es decir a los promotores de una religión de obras. En cambio, para ellos un cristiano del Nuevo Testamento era aquel que no otorgaba mayor importancia a lo que se ve —los edificios religiosos, la pompa, la solemnidad—, sino más bien a las cosas invisibles del espíritu, la sencillez de la vida cotidiana del cristiano, como la que llevaban Jesús y Sus discípulos. ¡Qué comparación más acertada! Dios mismo tuvo que hacer muchos esfuerzos en el Antiguo Testamento para lograr que los hijos de Israel abandonaran la idolatría de Egipto. Se valió de la Ley Mosaica como curso elemental para enseñarles verdades sencillas. Recurrió a rituales y demostraciones gráficas con objetos materiales como el tabernáculo, el arca y los sacrificios de animales, que constituían símbolos y figuras, meras representaciones de las realidades espirituales y de las verdades eternas a las que Él aspiraba conducirlos. Dios tuvo que valerse de ciertos elementos que les resultaban familiares, como los ritos y ceremonias de la religión egipcia y de otros pueblos de la región. En cierto sentido tuvo que dirigirse a ellos como se dirigiría un padre a sus hijos de corta edad, transmitiéndoles con sonidos e imágenes las legítimas verdades espirituales que entraña una adoración sensata y reflexiva de Dios mismo. El apóstol Pablo dijo que todo eso no eran más que figuras de lo verdadero (Hebreos 9:24), metáforas, analogías, simples ilustraciones concebidas para impartir las realidades invisibles del mundo espiritual. Pablo explica: «Cuando venga lo perfecto [cuando nos unamos a Jesús en el Cielo], entonces lo que es en parte se acabará. Cuando yo era niño hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño. Ahora vemos por espejo, oscuramente; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido» (1 Corintios 13:10-12). En ese pasaje el apóstol enseñó que incluso los dones del Espíritu de la era del Nuevo Testamento prácticamente equivalen a juguetes infantiles, obsequios que Dios, nuestro amoroso Padre, ha hecho a Sus hijitos para ayudarles a comprenderlo y a conocer Su voluntad. ¿Cuánto más infantiles aún no serán entonces las enseñanzas del Antiguo Testamento, ilustradas por medio de objetos materiales, tales como los ritos practicados en el Templo, para que gente que en sentido espiritual era más infantil todavía pudiera comprender el amor del Padre? Pero «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo» (Hebreos 1:1,2). Cuando Jesús encontró a la samaritana, le dijo: «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren» (Juan 4:23,24). Esa es la etapa espiritual que vivimos actualmente. Pero Pablo va aún más lejos en su predicción a los cristianos de Corinto, afirmando que llegará la hora en que veremos a Jesús cara a cara y en que dejaremos de lado hasta esos dones pueriles de comunicación en el espíritu. «Las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará. Porque en parte conocemos y en parte profetizamos; mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará» (1 Corintios 13:8-10). Incluso lo que al presente se nos ha otorgado no es más que una muestra de las gloriosas realidades venideras. Si bien el Antiguo Testamento se caracterizó por las ilustraciones, en la actual época neotestamentaria se nos han revelado las verdades espirituales, con las que ahora contamos solamente por fe (Juan 1:17). Pero cuando Jesús regrese, lo veremos tal cual es. Seremos ni más ni menos como Él y experimentaremos plenamente las realidades divinas y del mundo venidero. «Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es» (1 Juan 3:2). (EL ANTERIOR ARTÍCULO, JUNTO CON OTROS 11, SE PUBLICARÁ EN EL LIBRO MÁS COMO JESÚS, DE AURORA PRODUCTION.)

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