viernes, 20 de noviembre de 2009

La luz se abre paso


(Al momento de vivir esta experiencia, Virginia —Brandt Berg [1886-1968] era una inválida desahuciada. Paralítica de la cintura para abajo, llevaba casi cinco años confinada a su lecho. Sufría graves trastornos respiratorios y cardíacos que ponían en riesgo su vida. Para colmo, una larga serie de intervenciones quirúrgicas fallidas con miras a restablecerle el uso de las piernas le habían dejado diversas secuelas. Su estado se había ido deteriorando de forma inexorable hasta que terminó pesando 35 kilos.) UNA NOCHE, A SOLAS EN MI LECHO, me vinieron de golpe unas ansias incontenibles de pedir ayuda a algún poder invisible. No podía levantar la voz por encima de un susurro, así que con gran fervor rogué en voz baja: «Si existe alguna posibilidad de que en alguna parte haya un Dios, revélate a mí. Si estás ahí, manifiéstate». Fue como si una fuerza superior a mí me impulsara a clamar una y otra vez. De modo que invoqué repetidamente: «Si estás ahí, te ruego, te imploro que por piedad te me reveles». Me vino entonces lo que interpreté como una respuesta a mi súplica: un convencimiento profundo de que había pecado. Me sentí la mayor de las pecadoras. Eso de por sí era algo extraño en mí, ya que hasta ese momento tenía un concepto bastante elevado de mi bondad y honradez. Había exhibido un comportamiento bastante moral, lo cual me enorgullecía. Estaba muy satisfecha de mí misma. De repente fue como si se me hubieran abierto los ojos y por primera vez en la vida me viera a mí misma en el verdadero estado en que me encontraba. De pronto mis buenas obras se deslucieron y perdieron su valor. El peso de mis pecados y de mi egocentrismo fue haciéndose cada vez mayor hasta que no pude más. Terminé sollozando. Ya no estaba sola, pues percibía la presencia del Señor en aquella habitación tan patentemente como si un familiar hubiera estado de pie junto a mi cama, y le hablaba con tanta naturalidad como un niño a su padre. Se lo conté todo y tuve la certeza de que me había escuchado y comprendido. Lo comprobé, porque mi atribulada alma se vio invadida por una paz y serenidad indescriptibles. No había visto, oído ni percibido nada con los sentidos, pero en mi corazón había establecido un contacto tan real con el Señor que podía afirmar con toda certeza: «Sé a quién he creído, y estoy segura que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día» (2 Timoteo 1:12). Toda mi incredulidad se había desvanecido. Dios en verdad existía, y yo era una «nueva criatura» en Cristo Jesús (2 Corintios 5:17). ¡La luz se había abierto paso! •(TOMADO DE EL BORDE DE SU MANTO, AUTOBIOGRAFÍA DE VIRGINIA BRANDT BERG ENCONTRARÁS EN El borde de Su manto)

No hay comentarios:

Publicar un comentario