martes, 17 de noviembre de 2009

Sí hay valores absolutos



Contrariamente a las corrientes modernas
Meditando sobre el estado actual de la juventud del mundo y el hecho de mucha gente joven le ha perdido el respeto a Dios y a la humanidad, he llegado a la conclusión de que la educación moderna es en gran medida culpable de la pérdida de valores morales, pues a los jóvenes de hoy en día se les enseña que no hay verdades absolutas. Ese es el principio fundamental de la educación moderna: No hay valores absolutos; todo es relativo. Estoy convencido de que el propósito de dicho principio es socavar la fe en Dios, el cual representa lo absoluto por excelencia. Es de notar cómo los secularistas han arremetido contra las principales disciplinas que demuestran la existencia de un Dios perfecto. Lo primero que atacaron fue la propia religión, pero con sutileza, afirmando que ninguna religión está más acertada o equivocada que otra, que en definitiva las diversas religiones no son más que eso, religiones, sin duda alguna creadas por los hombres. A la luz de eso, ¿cómo se puede determinar cuál es verdadera y cuál falsa? En resumidas cuentas: en materia de religión, nada es absoluto. Evidentemente, a lo que se apuntaba era a minar la fe en Dios. Habiéndose deshecho de Dios y de la religión, el siguiente blanco de los ataques fue, por lógica, la filosofía. Trataron de demostrar que no existía una filosofía perfecta, que ningún pensamiento filosófico era acertado ni erróneo. La historia es otra disciplina que demuestra claramente la existencia del Creador. Las leyes de justa retribución divina, que se ponen de manifiesto en el auge y la caída de los imperios —según se conduzcan éstos con rectitud o impiedad— es una de las pruebas más irrefutables de la existencia de Dios y de ciertas leyes determinadas por Él. De ahí que los secularistas tuvieran que deslegitimarla. En los libros de historia se ha puesto muy de moda afirmar que ciertos personajes a quienes se les consideraba grandes hombres y mujeres fueron en realidad unos réprobos. Con ello se ha ido echando por tierra a todos los próceres y grandes hombres de fe. Lo mismo hicieron con la música, hasta el punto de que ésta ha dejado de ser arte para convertirse en puro ruido. «No tiene por qué ser armoniosa, no tiene por qué ser agradable». Por lo tanto, no existe música que sea buena o mala, ya que no hay reglas. Fijémonos en la pintura: el arte moderno es confusión total. No se rige por ninguna norma, carece de belleza, no tiene nada, es puro desorden. Ni siquiera hace falta que tenga sentido o simetría. Es que si se elimina todo sentido, si se puede demostrar que nada tiene sentido, se infiere que no hay orden, propósito ni plan, y que por consiguiente no hubo ningún Ser que trazara un plan. Antes, tanto la pintura como la música se regían por cánones muy estrictos a los que había que atenerse para producir una obra revestida de verdadera belleza. Sin embargo, tanto en la una como en la otra se han abandonado las reglas, se han descartado esos cánones. Por consiguiente, esas artes han derivado en un mare mágnum total y grotesco: ruido, caos, anarquía, crudeza y fealdad. La música ya no es música, sino meros ruidos sin coherencia. La pintura ya no es pintura, sino un caos de manchas de colores y figuras antiestéticas carentes de todo sentido. Para atacar el concepto de la creación se valieron de lo mismo. Tenían que demostrar que la naturaleza no se rige por ninguna ley ni se atiene a plan alguno, que no tiene un propósito rector, para poder deducir que no existe un Ente superior que disponga un orden de cosas. De ahí que la creación se interpretara como un proceso evolutivo caótico y desprovisto de sentido: «Todo se produjo por casualidad». Todo lo que tiene orden o reglas, que sigue un plan o cumple un propósito predeterminado, es prueba de la existencia de una Autoridad superior que fija las reglas, impone orden y lo planifica todo con un propósito. Por tanto, había que socavar la fe en lo absoluto y, consecuentemente, en Dios. El lema de esa gente es: «No tiene por qué ser como se suele afirmar. Lo que dice la Biblia no tiene por qué ser cierto. Los hechos históricos no ocurrieron necesariamente como nos los han contado. La religión no tiene por qué ser verdad. La filosofía no es fidedigna. No hay motivos para creer que la creación se produjo como nos dijeron. El arte no se ciñe a unas reglas. Todo es cuestionable, no hay nada que sea absoluto». De llegar a probar que cada una de esas disciplinas es imperfecta, se estaría en condiciones de afirmar que lo perfecto no existe y, por consiguiente, Dios tampoco. Todo se resume en la premisa atea de que si no hay Alguien que fije normas, no hay tales normas. Cristo dijo: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida» (Juan 14:6). Si nada es tal como se afirma, entonces —según quieren hacernos creer algunos— nada es cierto y, por lo tanto, la verdad no existe; es decir, Cristo no existe. Para negar la existencia de Dios tuvieron que impugnar el concepto de verdad y poner en tela de juicio la armonía, el orden, los designios, las leyes y las normas divinas. Para librarse de Dios tuvieron que desembarazarse de las verdades absolutas —de lo cierto y lo falso— y del sentido y la razón de ser de todo. El fruto de ello es el caos, la demencia, la locura generalizada. Claro que los perpetradores de ese atentado contra la humanidad no coincidirían conmigo en ello. Es que la corriente más moderna de la psicología afirma que en realidad no hay nadie que sea cuerdo ni loco; simplemente hay personas distintas. ¿Quién puede erigirse en juez para dictaminar quién sufre de locura y quién no? Para que haya un orden social tiene que haber leyes y normas; y para ello, quienes las formulen y quienes las observen deben considerar que ciertas cosas están bien y otras mal; lo cual equivale a reconocer la existencia de un Legislador supremo, que no puede ser otro que Dios. Por consiguiente, a la larga los impíos tienen que convertirse en anarquistas acérrimos que no acaten ninguna norma ni ley ni reconozcan orden alguno, plan, propósito ni nada. Ése el objetivo final que persigue el Diablo: generar un desorden y una confusión sin límites y provocar la destrucción total de la creación de Dios. En conclusión, hoy por hoy una enseñanza revolucionaria sería la que nos hiciera volver a Dios. En el aspecto religioso, debemos volver a la fe; en materia de ciencias, al creacionismo; en filosofía, al amor auténtico; en historia, a un plan; en el lenguaje, a la verdad; en la pintura, a la belleza; en la música, a la armonía; en materia de ética, al concepto del bien y del mal; en lo que hace a gobierno, al orden. Para que la vida vuelva a cobrar sentido es preciso que en todo volvamos a Dios, el Creador de cuanto existe, el que lo ideó y lo planificó. Él es el único que le puede dar verdadero sentido a la vida. En lo que a educación se refiere, debemos volver a Dios en todas las materias y campos. Volvamos a la cordura y a la razón, a un designio para la vida, trazado por un Artífice divino conforme a ciertas reglas. Por medio del gobierno, dispone orden en lugar de anarquía y desorden. Le da sentido al universo, y un propósito a los planetas. Nos da paz interior, amor, salud, reposo espiritual, felicidad y alegría, y nos enseña que «el temor [la veneración] del Señor es el principio de la sabiduría» (Proverbios 9:10). Para que todas las cosas tengan sentido, una razón de ser, un propósito, una finalidad, debemos ver a Dios reflejado en ellas y discernir que corresponden a un plan y a un designio, la perfección del Reino de Dios. Los que repudian a Dios nos llevarán al desorden y a la destrucción total. En contraposición, los creyentes debemos esforzarnos por establecer la paz, el orden y el modelo de vida que nos brindó el Gran Artífice con Sus normas y leyes, con Su concepto del bien y del mal y con Sus valores absolutos, sin los cuales no puede haber paz, orden ni felicidad. Gracias a Dios por las verdades absolutas y por las reglas que Él ha establecido para que distingamos entre el bien y el mal y, en consecuencia, hallemos la felicidad por medio de Su amor, Sus amorosas leyes y Sus razonables reglas. Que Dios te ayude a conocerlo a Él, dado que conocerlo es vida eterna (Juan 17:3), y absoluta.
«Para que todas las cosas tengan sentido, una razón de ser, un propósito, una finalidad, debemos ver a Dios reflejado en ellas y discernir que corresponden a un plan y a un designio».
Tenían que demostrar que la naturaleza no se rige por ninguna ley ni se atiene a plan alguno, que no tiene un propósito rector, para poder deducir que no existe un Ente superior que disponga un orden de cosas.

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