viernes, 13 de noviembre de 2009

Se buscan padres de verdad


Un hombre me escribió una carta en la que me contaba ciertas experiencias que vivió de jovencito, antes de conocer a Jesús. Desde niño había sido un delincuente. No obstante, cuando su padre empezó a pasar más tiempo con él, experimentó una impresionante transformación. Reproduzco a continuación unos pasajes de su carta: «Desde los ocho hasta los catorce años fui un maleante. Mi padre se iba a trabajar a las tres de la tarde y volvía a las tres de la mañana. Cuando yo me levantaba él estaba durmiendo, y cuando yo llegaba del colegio, él ya se había ido a trabajar. Casi nunca lo veía, a excepción de unos minutos los fines de semana. »Me metí en muchos problemas. Robaba todo lo que necesitaba o quería: cigarrillos, dinero, caramelos, comida, etc. Era incorregible, y en el colegio me iba pésimo. »A los catorce una vez más me detuvieron por robar y me enviaron a un reformatorio. La primera reacción de mi padre fue de enojo; pero después, orando al respecto, se dio cuenta de que en parte la culpa había sido suya por no haber desempeñado mejor su papel de padre. Reevaluó su vida y decidió ayudarme. »Dejó su empleo nocturno y tomó uno diurno. Aunque ganaba menos, eso le permitía pasar ratos conmigo diariamente. Cuando yo llegaba del colegio, él estaba en casa. Comenzó a interesarse por mi rendimiento escolar y a ayudarme con mis tareas. Nos hicimos socios de un club masculino. En vez de matar el tiempo en algún sucio salón de billar, iba con él a un centro recreativo donde jugábamos billar, balonmano y baloncesto, los juegos que a mí me gustaban. Me compró un pase de temporada en el club de golf y me llevaba a jugar tres o cuatro veces por semana. Pasábamos mucho tiempo juntos. »Mi vida cambió gracias a que mi padre me manifestó amor y comprensión. En el colegio mis notas mejoraron tanto que llegué al cuadro de honor. Hice nuevos amigos, muchachos estudiosos que no se metían en líos. Aunque exteriormente me mostraba duro, por dentro anhelaba amor, atención y compañía. La clave fue el amor de mi padre, que él me prodigó pasando tiempo conmigo». Todos los niños necesitan un padre o al menos una figura paternal, alguien que sepan que los admira, que tiene fe en ellos, que disfruta de su compañía y tiene ganas de estar con ellos. Todos los niños necesitan a alguien que los comprenda, que se ponga en su pellejo y ore por ellos cuando sufran profundas decepciones, que los sostenga cuando estén por perder la esperanza y que celebre con ellos la materialización de sus sueños. ¿Reciben tus hijos ese amor? ¿Conoces niños que no tienen padre y que también necesitan ese mismo amor? ¡Podrías tener un efecto importante en su vida! En la televisión se ven cantidad de casos de personas comunes y corrientes —profesores, sacerdotes, policías, etc.— que contribuyen a cambiar notablemente la vida de algún joven, aun de los peores delincuentes. ¿Qué fórmula aplican? Simplemente les dedican tiempo. En un segmento noticioso entrevistaron a una señora que había abierto un hogar para chicos desadaptados —fugados de sus casas, prostitutas, pandilleros—, de esos que se escurren por las grietas de la sociedad. Ante las cámaras expresó: —Los chicos que yo atiendo son los más despreciados, los rechazados de la nación. Cuando el entrevistador preguntó a algunos de los chicos qué hacían antes de llegar al hogar, respondieron: —Tomaba drogas. —Peleaba todo el tiempo. —Explotaba a las chicas. —Le disparaba a la gente por diversión. Hablando de los chicos, la señora dijo: —Han perdido toda esperanza. No confían en la gente mayor. Los adultos vivimos demasiado ocupados. No les prestamos atención. Ya nadie tiene tiempo para los chicos. Cuando se le preguntó qué necesitaban aquellos jóvenes, respondió: —¿Estos? La fórmula es muy sencilla. ¿Saben lo que necesitan estos chicos? Amor maternal. Quieren modelos que imitar. Personas que se muestren sinceras con ellos. Quieren que alguien los discipline. Alguien que sea capaz de inculcarles un sentido de la responsabilidad, de enseñarles que sus actos traen consecuencias. Alguien que los sostenga, que los abrace. Yo no me doy por vencida con ellos. Si les enseñas a darse por vencidos fácilmente, lo harán. Uno de los mayores la abrazó y dijo: —Ella es mi madre. No somos de la misma sangre, pero en cierto sentido, es mi madre. Me cuida. Al preguntar a los chicos qué cambios se habían producido en su vida gracias a aquella mujer, el de aspecto más malvado, el que disparaba a la gente por diversión, respondió: —Mírenos por dentro. Tenemos esperanza. Tenemos sueños. Nos interesan las cosas. Ahora quiero ir a la universidad. El mensaje final que aquella mujer dirigió a los padres fue: —Amen a sus hijos. No se den por vencidos con ellos. Ámenlos hasta que duela. En eso consiste el amor: en amar incondicionalmente, ¡hasta que duela! Esa señora está influyendo positivamente en su entorno. Una sola persona que se interesa por esos muchachos está produciendo un cambio en ellos. Es fácil perder de vista el potencial de un individuo. Dependemos demasiado de la sociedad, de sus instituciones, del Gobierno, del colegio. Eso nos ha llevado a insensibilizarnos. Como individuos no sentimos ya la obligación de velar por los niños, sean nuestros o no, por cualquier niño que se cruce en nuestro camino y que tal vez nos necesite. Tú podrías encarnar el amor de Jesús para un niño. Puede que formes parte de los designios divinos para llevar amor a un jovencito o una jovencita. Tu amor, tu interés y tu amistad pueden tener un efecto enorme.

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