viernes, 13 de noviembre de 2009

¿Cómo está tu escala de valores?


Estaba sentada en un café con vista al mar observando los barcos que navegaban a lo lejos. De golpe advertí que un hombre de la mesa de al lado comentaba algo interesante en un tono de voz tan alto que todos a su alrededor podían oírlo. Su interlocutor le había preguntado: —¿Por qué diste de baja a Enrique de la plantilla de tu oficina? —Porque no tenía una escala de valores —respondió el hombre—. No valoraba la vida, ni la salud, ni el dinero, y eso empezó a tener un efecto negativo en mi empresa. Cada vez que lo necesitaba estaba tomando un café. Me daba la impresión de que valoraba más su café que su puesto de trabajo, y se lo advertí varias veces. Se había levantado una leve brisa, y en el horizonte los veleritos se deslizaban por las aguas. Mientras los observaba y reflexionaba acerca de Enrique, me pregunté cuántas personas simplemente se deslizan como él por la superficie de la vida, sin ningún sentido de los valores. Viven de trivialidades y dejan relegadas las cosas verdaderamente valiosas de nuestra existencia. ¿Cabe imaginarse que alguien arruine un par de guantes finos por recoger una monedita del piso de un garaje manchado de aceite, o que prenda fuego a un billete para iluminar una alcantarilla donde se le han caído unos centavos? Hay personas que hacen precisamente eso con su vida. ¿Qué las induce a ello? No tienen una escala de valores. A veces me pregunto si eso es lo que aqueja a nuestro mundo. En un grado superlativo hemos dado más importancia a lo material que a lo espiritual. Jesús siempre hacía hincapié en lo espiritual. ¿Cuál es razón primordial de nuestra existencia? ¿Para qué vinimos a este mundo? Dios nos encomendó la sagrada misión de amarlo, complacerlo y amar a nuestro prójimo. Sin embargo, ¿damos prioridad a ese mandato? Son demasiadas las veces en que hacemos a un lado a Dios y los valores espirituales para priorizar algún interés trivial y momentáneo. Cuando eso sucede, perdemos el equilibrio espiritual y nos sumimos en la discordancia y en la confusión. El único remedio en ese caso es restituir a Dios al lugar que le corresponde. ¿Dedicas la debida atención a las cosas que realmente importan? ¿Tienes sentido de los valores, o dejas que las trivialidades y lo material se antepongan a tu relación con Dios? ¿Te impiden esas frivolidades buscar la voluntad de Dios para ti por medio de la lectura de la Palabra y la oración? La Biblia contiene la Palabra de Dios. En esa Palabra está la vida. Es alimento para el alma y absolutamente esencial para nuestro crecimiento espiritual. Si nos justificamos alegando que no tenemos tiempo para embebernos de ella, nuestra alma sufre las consecuencias, y nuestro crecimiento espiritual queda truncado. Orar es comulgar con Dios. Sin oración, el único recurso de que disponemos para andar por la vida son nuestras propias fuerzas e inteligencia, insignificantes comparadas con las de Dios. Su Palabra dice: «Separados de Mí, nada podéis hacer» (Juan 15:5); pero también nos enseña: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13). La fortaleza del Señor solo se adquiere orando y leyendo Su Palabra. Una amiga mía se pasó toda la vida trabajando arduamente para construir y decorar una casita donde esperaba vivir cómodamente unos cuantos años. Apenas unos meses después de terminarla contrajo una enfermedad incurable. Estando yo junto a su cabecera, me dijo: —El tiempo se me acaba. Empleé el poco que tenía en cosas sin ningún valor allá donde me dirijo. Había adquirido por fin una buena escala de valores, pero demasiado tarde. ¡Qué triste! A veces quisiera que pudiéramos ver todos los acontecimientos de nuestra vida enmarcados en las consecuencias que traerán consigo. ¡Qué cambio produciría eso en nosotros! No daríamos primacía a trivialidades cuando las cosas eternas demandan nuestra atención. Quien vive abocado al presente en vez de proyectarse hacia la eternidad no tiene sentido de los valores. Todos los días alguien dirá —quizás no con palabras, pero sí con sus acciones—: «No estoy interesado en obtener una mansión en el Cielo. No me importan los bienes eternos. Prefiero una mansión aquí, o un puñado de fama y gloria. Procuraré obtener mi satisfacción en la Tierra». Con eso el Rey de reyes, que ha ofrecido a esa persona una corona de gloria y un hogar eterno en las moradas celestiales, queda relegado, desdibujado por esas cosas que en realidad carecen de todo valor. ¡No dejes que te suceda eso a ti!

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