viernes, 27 de noviembre de 2009

Quietud



«Estad quietos, y conoced que Yo soy Dios» (Salmo 46:10). En cierta ocasión el Señor se valió de ese versículo de la Biblia para enseñarme algo muy importante y demostrar Su capacidad para facilitarnos orientación rápida y explícita cuando le prestamos oído en oración. Tenía que comunicarme con una mujer, pero no tenía su dirección. Era un asunto urgente. Todo mi ser palpitaba de ansiedad. Me parecía que iba a estallar en mil pedazos si no le hacía llegar un mensaje. Mientras rezaba para saber qué hacer, de golpe me vino una paráfrasis de un pasaje de las Escrituras: «Serénate. Estate quieta y reconoce que Yo soy Dios». Cuando me senté, me tranquilicé y le pedí al Señor que interviniera para evitar una catástrofe, Él me habló al corazón: «Escribe una nota y llévala al apartamento donde vivía ella antes. Tal vez tenga que volver allí por algún motivo; o a lo mejor un inquilino del edificio que sabe su nuevo domicilio hallará tu nota y le avisará que se comunique contigo». Total que escribí la nota y fui a su apartamento a entregársela. En el preciso instante en que llegué, nota en mano, se presentó nada más y nada menos que la persona con la que tenía que comunicarme. Es increíble la maestría con que Dios resuelve las cosas. Aquello me enseñó que —tal como dice Su Palabra— mi fortaleza reside en la quietud (Isaías 30:7). En el frenesí de la vida moderna es más necesario que nunca que nos bañemos en el mar de la serenidad divina. Para conocer plenamente a Dios es preciso que nuestros pensamientos y nuestro espíritu estén tranquilos y en paz. «Estad quietos, y conoced que Yo soy Dios». ¿De qué modo el tranquilizarme me hizo «conocer que Él es Dios»? Pues por el hecho de que cuando Él respondió tan milagrosamente a mi oración se puso de manifiesto una vez más la sublime verdad de que Él es Dios. Muchas personas tienen el concepto erróneo de que la quietud que menciona ese versículo es una suerte de tensión controlada, una pose ensayada. Piensan que de alguna manera pueden reprimir la ansiedad. Puede que en algunos casos lo logren, pero aun así, no alcanzan sino una calma superficial; por dentro son un hervidero de pasiones. Esa no es la quietud a la que nos referimos. La serenidad divina no es sinónimo de pasividad. Se trata de una auténtica paz de espíritu que trae aparejada una formidable lucidez mental. Es en esa paz que llegamos a comprender cuál es el designio y la voluntad de Dios. Sé por experiencia que la serenidad divina suele ser producto de pruebas y tribulaciones. ¿Por qué? Porque los avatares de la vida aplacan el alma; el sufrimiento nos confiere un espíritu humilde. ¿Estás atravesando un momento difícil? Serénate y preséntate con calma ante el Señor. Él te indicará cómo obtener dulzura de esa dificultad, te enseñará cosas hermosas por medio de ella; pero debes buscar la quietud. En esos gratos momentos de silencio y devoción, Él te hablará al alma.
No fue en el terremoto, ni en el fuego,ni en el viento, ni en la atroz tormenta,sino en la quietud, en el sosiego,cuando escuchó susurros el profeta.Guarda silencio ante Dios, alma mía.Aunque te halles sumida en un marde afanes que te roban la alegría,en la calma oirás a Dios hablar.Mary Rowles Jarvis ¿Qué debe hacer el creyente en tiempos lúgubres? Guardar silencio y escuchar. Depositar su confianza en el nombre del Señor, apoyarse en su Dios. Quedarse quieto, como dice el versículo, quedarse quieto y escuchar. Lo primero que conviene hacer es no hacer nada, quedarse quieto. Aunque vaya a contrapelo de la naturaleza humana, es lo más atinado que podemos hacer. Un viejo adagio reza: «Cuando estés nervioso, no te apures». Dicho de otro modo, cuando no estés seguro de lo que debes hacer, no reacciones apresuradamente, a tientas y a ciegas, esperando que se dé lo mejor. Hubo veces en que me vi envuelta en una neblina espiritual y me moría de ganas de salir de ella por mis propias fuerzas. Sentía que debía ponerme a desenmarañar los hilos o a buscar una solución al problema, que tenía que hacer algo. Mis energías humanas me impulsaban a salir corriendo a resolver la situación. Pero he aprendido que aunque poner empeño ayuda un poco, es mucho mejor anclar mi nave, no preocuparme de que tironee un rato las amarras y simplemente confiar en Dios. Quédate quieto y verás lo que hará Dios. Cuando nos serenamos y confiamos en Él, le damos oportunidad de obrar. Con frecuencia al preocuparnos le impedimos hacer todo lo que podría hacer. Si estamos distraídos y tenemos el espíritu turbado, no le dejamos hacer mucho por nosotros. La paz de Dios debe tranquilizarnos y dar reposo a nuestra alma. Pon tu mano en la mano de Dios y déjate llevar por Él hacia el radiante sol de Su amor. Procura la quietud. Da lugar a que Él intervenga en tu favor. «Por nada estéis angustiados, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego —aquietando nuestro espíritu delante de Él—, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Filipenses 4:6,7).

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