martes, 17 de noviembre de 2009

Puedes superar tu pasado


La gran mayoría de las cosas desagradables que nos suceden son comparables —espiritualmente hablando— con simples magulladuras y rasguños. Claro que en algún momento casi todos sufrimos alguna herida profunda o grave, ya de carácter físico, ya de carácter espiritual. Es imposible evitar todos los riesgos y no sufrir nunca ningún daño. Casi siempre que nos hacemos un daño físico de poca consideración, nos queda un moretón; pero el dolor es temporal. Del mismo modo, puede que muchas de las molestias que sufrimos a diario nos las hagan pasar moradas, o nos pongan negros, o negativos, o deprimidos, pero por lo general conseguimos olvidarlas en un tiempo relativamente breve. Sabemos que a la larga sanarán. Cuando sufrimos una herida o lesión física grave, acudimos de inmediato a alguien que sepa aplicar el remedio indicado. Además la lavamos para quitarle la tierra, la desinfectamos y la vendamos bien para protegerla. A veces tenemos que hacérnosla examinar periódicamente para comprobar que está sanando como es debido. Aun así, en muchos casos toma tiempo para curarse. Esto ilustra bastante bien lo fácil que pueden sanar nuestras heridas espirituales con fe, oración y el tratamiento adecuado. En cambio, si no dejamos que nos limpien y nos atiendan esas heridas para que sanen bien, o intentamos disimularlas, o no cooperamos con quienes quieren ayudarnos, pueden llegar a infectarse con rencores y resentimientos que luego se extienden e intoxican todo el organismo. Si se las deja descuidadas, pueden afectar nuestra vida espiritual, nuestra felicidad, nuestra fe y nuestro bienestar general. Normalmente, el resentimiento no aparece enseguida; más bien va arraigando y creciendo con el tiempo, igual que cuando se infecta una herida. Es como una infección purulenta del Diablo, que, si no se erradica del organismo, va extendiéndose y dañando silenciosamente las partes sanas que toca. Por consiguiente, así como se debe atender con celeridad y cuidado un corte, herida o rasguño físico, hay que hacer lo propio con cualquier herida espiritual. La Biblia dice que debemos vaciar nuestro corazón de cualquier cosa del pasado o del presente que nos fastidie. «Escudriñemos nuestros caminos, y busquemos, y volvámonos al Señor» (Lamentaciones 3:40). «Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados» (Hebreos 12:15). La Palabra nos exhorta a pedir ayuda y apoyo a quienes son más maduros en la fe y a confesarnos nuestras faltas unos a otros y orar unos por otros para que seamos sanados (Santiago 5:14,16). En lo que se refiere a librarse del rencor y dejar atrás las cosas negativas de nuestro pasado, ayuda mucho referirle esas experiencias a alguien que tenga un buen arraigo en la fe y en la Palabra de Dios. Cuando te desahogas y te ofrecen consejos basados en la Palabra y la oración, te resulta más fácil perdonar, olvidar y seguir adelante. ¡Es posible superar el pasado! Podemos experimentar una auténtica sanación de las heridas y sentimientos negativos que nos pesan en el corazón. Las circunstancias relacionadas con hechos del ayer no tienen por qué dictar la forma en que enfocamos las cosas hoy, pues Dios nos ha dado una vía para superar los sucesos negativos de nuestra vida. De hecho, eso precisamente desea que hagamos. La Biblia dice: «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es. Las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas» (2 Corintios 5:17). Dicho de otro modo, cuanto más inmersos vivimos en Jesús y en Sus Palabras, más nos convertimos en nuevas criaturas y más cierto es que las cosas viejas pasan y son hechas nuevas. No es una transformación instantánea; pero si compaginamos nuestra voluntad con la del Señor, vemos que cada vez más cosas del pasado que antes nos atormentaban, nos molestan menos y van perdiendo importancia. Hoy en día la tendencia generalizada en el mundo es achacar todos los defectos o complejos que uno tiene a los demás o a experiencias que se han sufrido, atribuirlos a los padres, a los hermanos, a los compañeros, al ambiente, a rasgos heredados, etc. Casi nada se atribuye a las decisiones que uno mismo ha tomado. Mucha gente se adhiere a esa forma de pensar, porque, claro, es mucho menos humillante que reconocer que uno se equivocó al resentirse contra alguien o contra algo. La vida cristiana, en cambio, es toda sobreponerse a las circunstancias. Es no permitir que las cosas nos depriman o nos hundan. Es convertir las piedras de tropiezo en trampolines. Es sanarnos en cuerpo y alma por medio de la fe. Es recobrar la salud física, mental y espiritual gracias al amor del Señor. Es librarnos de la esclavitud del temor y el odio por medio de la Palabra de Dios. Es permitir que Jesús —por medio de la renovación y transformación que Él obra en nuestro entendimiento— resuelva nuestros problemas y nos libre de las batallas que venimos arrastrando desde hace tiempo (Romanos 12:2). Bien puede ser que algunos conflictos que hoy tenemos se deban en parte a hechos que nos sucedieron en la infancia o en otro momento. Todos, hasta cierto punto, somos producto del ambiente en que vivimos y, como tales, hemos recibido influencias positivas y negativas. No hay nadie que haya vivido exclusivamente experiencias positivas. Todo el mundo ha enfrentado al menos algunas dificultades y sufrimientos causados por experiencias vividas, cuyas repercusiones en ciertos casos se dejan sentir durante mucho tiempo. Lo importante que hay que recordar es que podemos pedir al Señor que nos ayude a superar toda dificultad derivada de cosas que nos hayan herido. No tenemos por qué dejarnos dominar por ellas o siquiera permitir que sigan ejerciendo una influencia negativa en nosotros, ni en el plano emocional ni en el mental ni en el espiritual. El Señor y Su Palabra nos piden cuentas a cada uno por la forma en que reaccionamos ante las situaciones en que nos vemos. Dios ha dado a cada persona libre albedrío, libre determinación. Nos pide constantemente a cada uno que tomemos decisiones acertadas y que procedamos como corresponde para recurrir a la ayuda del Señor. Y cuando lo hacemos, nos ayuda a salir adelante. Es innegable que uno hasta cierto punto puede controlar su forma de ser. Si nos fijamos en ciertas personas que han sufrido graves reveses, quizá mucho peores que los que nos han sucedido a nosotros, veremos que unas reaccionaron de una manera y otras de otra. En consecuencia, hoy en día son muy distintas unas de otras, y la vida que llevan también es muy diferente. Unas son felices y exitosas, están sanas y bien adaptadas; y otras, todo lo contrario: viven deprimidas, desdichadas, insatisfechas o perturbadas. Muy a menudo quienes saben lo que es tener dificultades y las han superado son los que luego demuestran ser capaces de ejercer gran influencia e infundir a muchas otras personas el valor y la fe necesarios para superar las dificultades que tengan. Su ejemplo es, para los que presencian su lucha o se enteran de ella, una prueba de que es posible superar grandes obstáculos en la vida, sobreponerse a situaciones aparentemente imposibles y triunfar, por muy desesperada que parezca la situación. Muchos de esos infortunios podrían considerarse sufrimientos típicos de una fase de maduración. Lamentablemente las personas del mundo muchas veces no les ven ningún sentido y le echan a Dios la culpa de todo lo desfavorable que les sucede. De algún modo se convencen de que Él no juega ningún papel en las cosas buenas que les toca vivir, sino solamente en las malas. Su relación con el Señor es diametralmente contraria a lo que debería ser. No lo alaban cuando les van las cosas bien; y cuando les va mal, le echan la culpa y se quejan de Él. Pero la Biblia dice: «Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús» (1 Tesalonicenses 5:18). Cuando Dios permite que nos hagamos daño, que nos enfrentemos a pruebas o que experimentemos pérdidas, siempre es por algún motivo importante. Además pesa minuciosamente nuestras cargas para que no sean excesivas, sino lo suficiente para que se obren cambios positivos en nuestra vida, saquemos valiosas enseñanzas y salga a relucir lo mejor de nosotros. Según la Palabra de Dios, las pruebas tienen por objeto fortalecernos (1 Pedro 4:12,13; 5:10). Piensa en esto: Si no tuviéramos necesidad de vencer ninguna dificultad, terminaríamos satisfechos de nosotros mismos y no adquiriríamos la fortaleza de carácter que es fruto de bregar para superar dificultades. Además, probablemente no podríamos compadecernos de los que han pasado lo mismo ni identificarnos con ellos (2 Corintios 1:4). Nos perderíamos el portentoso milagro que se produce cuando descubrimos que necesitamos a Jesús con apremio. No podríamos hallar nuestra fortaleza en Él, que es lo que sucede cuando no aguantamos más y no tenemos a quién ni a qué recurrir. Tampoco sabríamos lo que es comprobar que Él en efecto no nos defrauda y que es capaz de darnos las respuestas que necesitamos para seguir adelante. Dios desea que «[nuestro] gozo sea cumplido» (Juan 15:11), y sabe que para ello es indispensable que perdonemos a los que nos han ofendido, nos dejemos de resentimientos y rencores y olvidemos el pasado. ¡Es posible superarlo!

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