martes, 17 de noviembre de 2009

Encomiéndaselo todo a Jesús


Perdonar y olvidar es de lo más difícil para un ser humano. Sin embargo, basta con confiarle al Señor nuestra herida para que Él se la lleve. Promete que si le decimos: «Toma, Jesús. Ya no la quiero. No quiero saber más de esto», Él se la llevará y la hará desaparecer para siempre. Cubre las heridas y el dolor y nos renueva por completo. Él comprende todas las situaciones y el corazón de cada persona. Es posible que jamás lleguemos a entender el motivo que pudo tener alguien para hacer algo, o para pensar como piensa, o para comportarse de cierta manera, o hacernos lo que nos hizo. Pero no es cuestión de entender, sino de perdonar. Con todo, perdonar cuesta muchísimo, va a contrapelo de nuestra naturaleza humana. Por eso el Señor dice que precisamos Su ayuda para lograrlo. Él es quien nos da las fuerzas y la gracia para perdonar. Todo el mundo tiene contratiempos y chascos. Lo que importa es la manera en que se reacciona ante las dificultades, problemas, penas y desengaños. Si nos resentimos por algo que nos ha herido, nos amargamos. Y si no desarraigamos esa amargura, espiritualmente nos vamos debilitando. Con el tiempo nuestro corazón y nuestra mente se vuelven más receptivos a otros pensamientos negativos relativos a otras situaciones y personas. El rencor es como un arado que labra la tierra de nuestro corazón, preparándola para acoger la semilla de la insatisfacción y el abatimiento. Si no lo hacemos a un lado y no se lo encomendamos por entero al Señor, a la larga acaba con nosotros, y en el ínterin, termina por hacer mucho daño a otras personas. Cuando albergamos resentimiento en el corazón, con frecuencia no vemos las cosas con claridad. Ni siquiera apreciamos muchos detallitos que tiene el Señor con nosotros y las cositas especiales que hace para premiarnos, porque el resentimiento no nos deja ver las cosas buenas. Sin embargo, una vez que dejamos eso en manos del Señor, todo se ve mejor, mucho más claro, y podemos sentir, experimentar en mucho mayor grado el amor del Señor. Nada puede alterar el hecho de que esas cosas malas sucedieron. Lo que sí se puede cambiar es el efecto que tienen en nosotros hoy en día. Se pueden enterrar, se pueden olvidar, podemos deshacernos de ellas y obtener la victoria. Si dejamos de aferrarnos a ellas, pueden producir algo bueno y podemos hallar verdadera libertad. No es que la herida o el dolor no hayan existido, sino que el Señor puede tomar esas circunstancias —por sombrías, tristes, dolorosas, penosas o injustas que fueran— y hacerlas con el tiempo redundar en bien. Cuando se lo encomendamos todo al Señor, Él está en condiciones de colmar nuestro corazón con el elixir del amor que sana toda herida. Puede aliviarnos, sanarnos, regenerarnos. Es poderoso para curar toda herida, aliviar todo dolor, borrar todo el pasado. Y lo hará. Lo único que nos pide es que soltemos esas cosas, que las dejemos correr. Conviene también recordar que nosotros mismos necesitamos perdón. Jesús dijo que si perdonamos a quienes nos ofenden, nuestro Padre celestial nos perdona a nosotros (Marcos 11:25,26). Si somos conscientes de que nosotros también hemos cometido muchos errores y tomado decisiones equivocadas que han perjudicado a los demás y que, por tanto, precisamos perdón y misericordia, nos resulta más fácil ser perdonadores y misericordiosos con los demás. Naturalmente, una vez que se lo hemos encomendado todo al Señor, tenemos que perseverar en ello. Una vez que perdonamos y olvidamos, tenemos que vigilar nuestro corazón y no dar lugar a críticas que pudieran llevarnos a resentirnos y amargarnos en el futuro. Tenemos que resistirnos a pensar en las ofensas que nos han hecho y negarnos a adoptar una actitud criticona con respecto a las personas que nos han agraviado. Esa actitud negativa y censuradora nos carcome. Es fuente de desdicha, insatisfacción, descontento y amargura. Tenemos que acudir a Él una y otra vez, seguir amándolo y confiándoselo todo, que Él nunca falla. Aunque la gente o las situaciones nos decepcionen, aunque nos parezca que nosotros mismos hemos fallado, el Señor no falla jamás. Su plan es infalible. Su amor nunca deja de ser. Nuestra vida está en Sus manos. Si somos capaces de creer eso y actuar en consecuencia, viviremos mucho más contentos. Lo mejor es perdonar, echar todo eso en saco roto, olvidarlo y seguir adelante. Si lo hacemos, Él nos llena de Su Espíritu. Nos hace amorosos, tiernos, compasivos y generosos. Nos transforma en personas más fuertes y mejores; y puede valerse de nosotros como vasijas de Su amor, como columnas en las que puedan apoyarse los demás. Dicho de otro modo, nos vuelve más parecidos a Él.

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