martes, 17 de noviembre de 2009

¿Por qué hay tanto sufrimiento?



Luz sobre uno de los grandes interrogantes de la existencia
Si es cierto que Dios es amor y que nos ama, ¿por qué hay tanto sufrimiento en el mundo? Dios no tiene la culpa de todos los padecimientos de la gente. Él no es ningún monstruo que se deleite haciéndonos sufrir. No es responsable del dolor, la muerte y el pesar. La verdad es que gran parte de lo que sufrimos es consecuencia del egoísmo de las personas y de sus tendencias y acciones destructivas. Tomemos por caso las guerras, que a lo largo de la Historia han causado incontables padecimientos. La Biblia dice: «¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?» (Santiago 4:1). La culpa del dolor que ocasionan las guerras la tienen los seres humanos, que por su egoísmo, su codicia, su soberbia y su espíritu competitivo agreden a sus congéneres para obtener ganancias.
¿Y la miseria? ¿Y los millones que mueren de inanición y de enfermedades en las naciones más empobrecidas del planeta? Sin duda ellos no tienen la culpa de su desgracia. Lo cierto es que los hombres son también en gran medida responsables de la pobreza. La desaparición de los bosques tropicales, el avance de la desertificación, la muerte de los mares y el calentamiento del planeta son factores que tienen un efecto devastador en la producción de alimentos, sobre todo en regiones ya empobrecidas, y son mayormente consecuencia del implacable afán de ganancias de los poderosos, siempre a costa de los desposeídos. Por ejemplo, en ciertos países en vías de desarrollo, la tala indiscriminada para lucrar a corto plazo está provocando una catástrofe ecológica y un masivo desplazamiento de la población. Los conflictos civiles, provocados por el ansia de poder, también inciden en las hambrunas y la pobreza que afligen a muchos países. ¿Acaso se le puede echar a Dios la culpa de esos flagelos? Los sufrimientos de esa índole son causados por el egoísmo y la falta de amor de algunas personas, por su imprevisión y su despreocupación por las generaciones futuras.
Pero la escasez de alimentos no es únicamente consecuencia de la expansión de los desiertos, la devastación de los bosques y las guerras. Existen fuerzas naturales que escapan al control del hombre y que contribuyen a la extrema pobreza y el hambre. ¿No es Dios responsable de eso? Si bien es cierto que algunos factores escapan al control del hombre, paradójicamente, mientras millones de personas sufren de desnutrición, en otras zonas del mundo se dan enormes excedentes de alimentos. Nadie tendría por qué pasar hambre. La Tierra produce más que suficiente para las necesidades de todos. Lo doloroso es que muchos países occidentales ricos gastan cientos de millones de dólares para almacenar esos excedentes o destruirlos, llegando incluso a subsidiar a los agricultores para que no siembren ciertos cultivos. Entretanto, los pobres del mundo padecen hambre. Otro ejemplo de sufrimiento provocado por los seres humanos es la penosa miseria en que viven los indigentes de las grandes ciudades de algunos países subdesarrollados. Dios nunca quiso que las personas vivieran hacinadas en barrios sucios y deshumanizantes. La mayoría estarían mucho mejor si se hubieran quedado en el campo, donde el aire es más puro, hay más alimentos, menos población, y donde podrían llevar una vida más sana, más acorde con lo que Dios pensó para los hombres en un principio. En ciertos países, los pobres se aglomeran en las ciudades para escapar de la guerra civil y de las pandillas de delincuentes que asuelan la campiña, otro ejemplo de padecimientos causados por la codicia y la opresión de los hombres. En otros casos, lamentablemente, ellos mismos son los responsables de su mala situación. Ven el éxito material alcanzado por los adinerados y la clase media de las ciudades y creen que la adquisición de determinados artículos los harán felices. Así, son atraídos hacia las metrópolis, donde suelen terminar en peor situación económica que antes. Las grandes urbes y los sufrimientos que acarrean no son culpa de Dios; son una lacra social creada por los hombres. Por otra parte, la mayoría de la gente acaudalada no comparte sus riquezas ni sus tierras como debería, no paga a los pobres un sueldo justo ni les ofrece un precio razonable por lo que producen. De hacerlo, habría suficiente para todos. La Biblia recomienda repetidamente —e incluso manda— a los ricos que compartan con los pobres (Deuteronomio 15:7,8; Salmo 41:1; Mateo 5:42). Dios no quiere que los pobres sufran. La ciencia también ha resultado ser un arma de doble filo. Dios ha ayudado a la humanidad a adquirir mayores conocimientos sobre el mundo en que vivimos, lo cual ha redundado en numerosos descubrimientos beneficiosos. Sin embargo, también se ha hecho mal uso de gran parte de esos conocimientos, y por eso hoy en día existen horrendas armas de guerra, fábricas y refinerías contaminantes, sustancias artificiales cancerígenas, etc. Tales inventos destructivos y mortíferos han provocado indecibles padecimientos, que desde luego no son culpa de Dios.
¿Quiere eso decir que los hombres son los únicos responsables de todos los males que aquejan al mundo hoy en día? No. Una gran parte es obra de Satanás, poderoso ser espiritual y archienemigo de Dios cuyo objetivo siempre ha sido causar sufrimiento a los hombres. Precisamente una de las principales metas del Diablo es apartar a la humanidad de su Creador, y con ese fin procura que le echemos a Dios la culpa de las vilezas que él mismo comete.
Pero si Dios es amoroso y omnipotente, ¿por qué no impide que el Diablo y ciertas personas ocasionen tanto tormento? Aunque no sea Él quien causa el sufrimiento, ¿por qué no le pone coto? La Biblia menciona que en la dimensión espiritual se libra una gran guerra entre las fuerzas del bien y las del mal (Efesios 6:12). En muchos casos, Dios y Sus huestes angélicas impiden que el Diablo cause mayores estragos y más devastación. Por otra parte, cuando nos rebelamos contra Dios o nos negamos a regirnos por las leyes naturales y espirituales que Él ha establecido, nos acarreamos desgracias, que a veces Dios permite que el Diablo nos inflija. En lo tocante a las personas que obran inicuamente y causan sufrimiento, si Dios les parara los pies estaría conculcando la libertad de elección, la facultad de escoger entre hacer el bien o el mal que ha concedido a los seres humanos.
¿No habría sido mejor, entonces, que nos hubiera hecho a todos buenos? Si Dios hubiera querido autómatas, sí. Podría haber dispuesto que todos nos condujéramos siempre rectamente. Sin embargo, al dotarnos de libre albedrío se impuso a Sí mismo ciertos límites: deja en nuestras manos la decisión de amarlo y obrar bien, de la misma manera que los padres aspiran a que sus hijos los amen por voluntad propia, no por obligación. Él nos creó para que escogiéramos entre el bien y el mal, entre hacer las cosas como Él quiere o a nuestro antojo. Esa es la principal causa de que en el mundo de hoy haya tanto sufrimiento, miseria, dolor, enfermedades, guerras, dificultades económicas y otros males: en vez de optar por amar y obedecer a Dios, muchas personas se han rebelado contra las normas que Él, por amor, nos prescribe a fin de que gocemos de buena salud y seamos felices. Muchos quieren hacerlo todo a su manera y sufren las consecuencias de sus malas decisiones. «Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte» (Proverbios 14:12).
De todos modos, ¿por qué permite Dios que a la gente buena le ocurran desgracias? Claro que nadie es perfecto, pero ¿por qué no recompensa y libra de sufrimientos a quienes procuran sinceramente hacer el bien y tomar buenas decisiones, motivados por el amor? Generalmente, eso es ni más ni menos lo que hace. Los reveses que sufrimos nos resultan evidentes, pero en muchos casos no somos tan conscientes de todos los disgustos que nos ahorramos gracias a Su amorosa intervención. No obstante, las personas buenas también sufren penalidades, y cuando eso sucede conviene recordar un principio que a veces nos cuesta entender: que el sufrimiento tiene sus beneficios. Las dificultades moldean nuestra personalidad y nos dejan valiosas enseñanzas. Son frecuentes las ocasiones en que aprendemos más del fracaso que del éxito. Además, si optamos por no endurecernos ni resentirnos, el pesar hace relucir nuestras mejores cualidades y nos vuelve más amorosos, tiernos, bondadosos y considerados. La Biblia dice que consolamos a los demás «por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Corintios 1:4). Quienes hemos buscado en Dios consuelo y fortaleza para sobrellevar el sufrimiento solemos mostrarnos luego deseosos de encaminar a otros hacia Aquel que es capaz de aliviar su tristeza y ayudarlos a resolver sus problemas: Dios, cuyo amor está encarnado en Jesús. Lo alentador es que la Palabra de Dios promete que llegará muy pronto el día en que aquellos que lo amamos dejaremos de sufrir. Jesús retornará para rescatarnos de todo padecimiento y llevarnos al Cielo, donde Dios enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque estas cosas habrán pasado (Apocalipsis 21:4). • (Las anteriores respuestas se basan en los escritos de David Brandt Berg.)

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