miércoles, 18 de noviembre de 2009

No podía defraudarlo


Se cuenta que durante la Primera Guerra Mundial dos hermanos se habían enrolado en el ejército y pidieron ser asignados a la misma unidad. Al poco tiempo los destinaron al frente, a las trincheras. En la guerra de trincheras de aquel tiempo, cada bando cavaba una red de zanjas frente a las líneas enemigas. De tanto en tanto, uno de los dos bandos lanzaba una ofensiva con el objeto de penetrar en las defensas del adversario. En una de tales ofensivas, el hermano menor cayó malherido en tierra de nadie, la peligrosa franja de terreno situada entre las trincheras de uno y otro bando. Cuando el mayor, que seguía atrincherado, vio el apuro en que se encontraba su hermano, comprendió instintivamente lo que debía hacer. Se desplazó por la trinchera, abriéndose paso entre los soldados hasta dar con su teniente. —¡Tengo que rescatarlo! —le dijo. El oficial le respondió: —¡Imposible! ¡Te matarán en cuanto asomes la cabeza! Pero el muchacho se zafó del oficial, que lo tenía sujeto, salió a gatas de la trinchera y se lanzó en busca de su hermano menor, desafiando el incesante fuego enemigo. Cuando éste lo vio llegar, le dijo en voz baja: —¡Sabía que vendrías! El mayor, que para entonces también había sido alcanzado por las balas, a duras penas consiguió arrastrar a su hermano hasta la trinchera, donde ambos cayeron agonizantes. El teniente, con los ojos llenos de lágrimas, le preguntó al hermano mayor: —¿Por qué lo hiciste? ¡Te advertí que morirían los dos! Pero el soldado respondió con una última sonrisa: —Tenía que hacerlo. No podía defraudarlo. Anónimo (narración de David Brandt Berg, D.B.B.) «En esto hemos conocido el amor, en que Él [Jesús] puso Su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos» (1 Juan 3:16).

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