miércoles, 18 de noviembre de 2009

Mi safari


En compañía de mi hijo Cris, de cinco años, hice un viaje a la aldea de Sintet, en Gambia, donde un grupo de voluntarios de La Familia colabora en la construcción de una escuela. Hasta entonces yo había disfrutado de los emocionantes relatos de mis compañeros de misión cada vez que volvían de allí. Pero como mis hijitos gemelos ya tenían edad para tomar alimentos sólidos y biberón, vi que podía dejarlos al cuidado de otras personas durante un par de días. Así que cuando me enteré de que un pequeño grupo tenía que hacer un viaje de día y medio a la aldea, decidí no dejar pasar la oportunidad. Al día siguiente partimos, listos para la aventura. Cris se sentó en un cómodo lugar que su abuelo —también misionero— le había preparado en el jeep. Durante la mayor parte de la travesía no oí otra cosa que la voz de mi chiquillo, que me preguntaba entusiastamente acerca de todo. «¿Qué es eso? ¡Mira, mami! ¿Puedes tomarme una foto en el termitero?» La temporada de lluvias apenas empezaba a teñir de un verde exuberante el árido paisaje del África Occidental. El panorama que se extendía delante de nosotros era de una belleza cautivadora, una combinación de ondulantes colinas, arrozales, cocoteros y lagunas. Los campesinos labraban la tierra en paz. En el camino saboreamos una deliciosa comida típica del lugar, exploramos un espeso pantano lleno de grandes termiteros y gigantescos baobabs cuyos troncos eran más gruesos que nuestro vehículo. Al llegar a Sintet por un camino de tierra bordeado de anacardos, divisamos una gran multitud reunida en torno a la escuela. Dos compañeros, Joe y Richard, habían llegado antes que nosotros y ya se habían enfrascado en la tarea de dirigir la construcción. Los niños de la aldea se arremolinaron en torno a nuestro jeep y nos regalaron sus blancas sonrisas. En cuanto Cris se bajó de su asiento, los chiquillos lo rodearon y lo ayudaron a familiarizarse con el lugar. Los otros niños andaban jugando con autitos hechos de botellas de plástico recortadas, suelas de chancletas y palos. Con su ayuda, enseguida Cris se hizo uno y lo empujaba por los hormigueros y los charcos. Una multitud de niñitos iba tras él. Por carecer la aldea de electricidad, la mayoría de la gente se acuesta al caer la noche. Nosotros hicimos lo propio en nuestra carpa bajo el cielo estrellado. El segundo día en Sintet fue tan entretenido como el primero. Preparé los materiales para la clase matutina que iba a dar a los niños, y mi papá me ayudó a buscar un lugar tranquilo donde impartirla, junto a un baobab. Cantamos algunas canciones con expresión corporal y luego les conté el relato de la creación valiéndome de figuras de tela que iba colocando en un tablero forrado con franela. Para ellos eso era alta tecnología. Finalmente repasé algunos temas académicos: los colores, animales conocidos, cómo seguir instrucciones, tarjetas con palabras sencillas, contar hasta diez, etc. Cris se desempeñó muy bien como mi asistente. Luego los niños nos llevaron a unas praderas donde nos mostraron unos simios enormes en pleno juego y una impresionante serpiente que colgaba de una rama muy alta de un árbol. También nos convidaron a una fruta que nunca habíamos visto, que llamaban tao. Tenía forma de luna y era amarilla y roja. Para hacerse con la fruta, los niños trepaban a unos grandes árboles y sacudían las ramas más altas. Cuando estaban por empezar, sentí que alguien me tiraba de la manga de la camisa. Me volví para ver quién era. Uno de los niños me dijo: «Debemos salir de aquí. La fruta nos va a caer encima». ¡Y tenía razón! La fruta empezó a llover por todas partes. Al rato había montones de fruta por todos lados. La siguiente incógnita era cómo acarrearla hasta la aldea. Naturalmente, los niños ya tenían previsto eso también. Se alzaron la camisa para formar pequeñas bolsas donde metieron la fruta. Total que cargaron todo lo que no nos habíamos comido y partimos de regreso a la escuela. Algunos de los chiquilines se quedaron conmigo y con Cris hasta el final de nuestra visita. Al principio muchos se mostraban endurecidos a raíz de las penurias que pasan a diario. (A veces son capaces de soportar un dolor atroz sin derramar una sola lágrima. Y si lloran, es apenas por un instante.) A medida que los fuimos conociendo más nos dimos cuenta de que detrás de su aparente insensibilidad se escondía un corazón muy tierno y ávido de amor. Cris y yo les dedicamos toda la atención que pudimos. Algunos hasta empezaron a decirme mamá; esa era su peculiar forma de agradecer el cariño que les demostramos. Para mí eso fue tan gratificante como ver los progresos que se hacían en la construcción de la escuela. La visita se nos hizo cortísima. En un abrir y cerrar de ojos estábamos de vuelta en casa. Mi viaje a Sintet con Cris fue una experiencia cultural como ninguna que haya tenido antes (y eso que conozco toda América del Sur menos cuatro países y me he recorrido toda América del Norte). Lo que singularizó esta visita fue que compartí la experiencia con mi hijo. Aprendimos mucho juntos y tuvimos vivencias que la mayoría de la gente apenas lee en libros de texto o ve por televisión. Sin embargo, no hace falta viajar a una remota aldea africana para vivir una auténtica experiencia cultural ni para tender una mano a quienes padecen necesidad. Hoy en día esto es factible en cualquier parte. La mayoría de las ciudades modernas constituyen crisoles étnicos en los que todos tienen algo singular que aportar. Lo único que hace falta para cultivar nuevas amistades es una pizca de iniciativa. Y con un poco de amor e interés se pueden amalgamar todos esos mundos. Laila Enarson es misionera de La Familia en Gambia (África Occidental).

No hay comentarios:

Publicar un comentario