martes, 10 de noviembre de 2009

Navidad: ¿Temporada ajetreo o de reflexión?


Hace varias Navidades estaba yo en la puerta de un moderno centro comercial admirando un precioso pesebre que exhibían en una vitrina. En ese momento pasaron presurosas una madre y su pequeña hija. Al ver el atractivo nacimiento, la niñita tomó de la mano a su madre y exclamó: —¡Mamá, mamá! ¡Paremos un ratito a mirar a Jesús! Pero la madre, agobiada, le respondió que aún no habían hecho ni la mitad de sus compras y que no tenían tiempo para detenerse. Se alejó, pues, llevando a rastras a su hijita, que quedó visiblemente decepcionada. Las palabras de aquella niña me resonaron en los oídos durante mucho tiempo. ¡Paremos un ratito a mirar a Jesús! Pensé en todos los minutos que habían transcurrido vertiginosamente para mí aquella ajetreada Navidad en medio de la vorágine de las compras. ¿Cuántos minutos había pasado haciendo compras, preparando adornos y cocinando en los días previos a la Nochebuena y, por otra parte, cuántos había estado en compañía de Aquel cuyo nacimiento y vida constituyen el auténtico significado de esta fecha? Jesús está siempre cercano a nosotros. Él «está a mi diestra», y es «más unido que un hermano» (Salmo 16:8; Proverbios 18:24). Tan cerca está que siempre podemos hablar con Él. Su nacimiento es la esencia de la Pascua. Los obsequios que nos hace —paz, amor y alegría de corazón— son la magia sustancial de la Navidad. Con los brazos extendidos nos ofrece esos presentes diciéndonos: «Venid a Mí. Yo os haré descansar. Aprended de Mí y hallaréis descanso para vuestras almas.» (Mateo 11:2830.) Sin embargo, nunca accederemos a esos regalos si nos abrimos paso a empellones, listas de compras y quehaceres en mano, demasiado ocupados para detenernos y advertir siquiera que Él se encuentra allí. Reza un viejo axioma: «En noche tormentosa no cae rocío». Asimismo, difícilmente experimentaremos el solaz y el gozo que nos transmite la proximidad de Jesús si estamos embarcados en una frenética carrera de logros y adquisiciones. El rocío del Cielo y las bendiciones de la Navidad recalan pacíficamente en nuestro corazón cuando nos detenemos un momento y, guardando silencio, lo evocamos a Él. Seguir adelante sin contemplar a Jesús es desaprovechar la única alegría auténtica y duradera y el único amor perfecto que podemos hacer nuestro en esta vida y compartir para siempre. ¿Por qué no hacer un alto y disfrutar —realmente disfrutar— de lo más puro de la Navidad? Reduzcamos nuestras listas de quehaceres. Disfrutemos de la belleza. La Navidad entraña muchas cosas maravillosas y nos ofrece a la vista numerosos esplendores. Sería lamentable perdérnoslo todo por andar envolviendo esto y aquello, corriendo a conseguir una última cosa, cocinando tal y tal plato y enfrascándonos en cantidad de preparativos para el festín. Es decir, por abarrotar la Navidad de cosas innecesarias. Mejor es detenernos a disfrutar de las cosas que importan en la vida, en lugar de precipitarnos hacia la Navidad con tal furia que al llegar por fin el Año Nuevo suspiremos con alivio: «¡Sobreviví a la Navidad!» Jesús vino a traer bendición a nuestra vida. Por eso celebramos la Navidad. Él dijo que había venido para que tuviéramos vida y para que la tuviéramos en abundancia (Juan 10:10). El apóstol Pablo añade: «Tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Romanos 5:1). La paz y la vida no tienen por qué sernos esquivas en toda su plenitud. Están a nuestra entera disposición estas Navidades: basta que con demos un espacio a Jesús en nuestra alma y en nuestra realidad cotidiana. Permíteme pasar un minuto con Jesús. El verdadero espíritu de la Navidad se halla en Él. Quiero que la celebración de Su nacimiento me llegue al alma de forma novedosa este año. Quiero descubrir los regalos que Él me concedió hace tanto tiempo. Quiero participar más íntimamente de la Navidad asemejándome más a Él. Quiero parar un ratito a mirar a Jesús.
Jesús, cada jornada me propongo pasar tranquilos ratos a Tu lado, saborear esa paz que me has dado, oír Tu dulce voz con desahogo. En un lugar ameno y apartado desechar los afanes de esta vida, dar fuerzas a mi alma alicaída, desterrar la borrasca y el enfado... Un lugar de serenidad y confianza en el que sólo Tú puedes surtirme de aquello que preciso sin tardanza, de esa bendición básica y sublime... un lugar de reposo y alabanza, donde mi ser descanse y se ilumine.

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