domingo, 8 de noviembre de 2009

Milagro en Hiroshima


6 de agosto de 1945. La ciudad japonesa de Hiroshima fue la primera urbe del mundo diezmada por una bomba atómica. Quedó arrasada en casi toda su extensión, y el número de muertos se calcula entre sesenta y setenta mil. En unos tres kilómetros en torno al lugar de la infernal explosión sobrevivieron apenas doce personas. En un radio de un kilómetro y medio solo sobrevivieron dos. Una de ellas fue el Sr. Yoji Saito, que en aquel entonces apenas contaba con 13 años de edad. A continuación relata su increíble historia: Mi familia era muy conocida en Hiroshima. Durante diecisiete generaciones mis antepasados habían sido samurai de dicha ciudad. Los samurai son la clase culta del Japón. Mi abuelo era un prestigioso médico dueño de un hospital en el que también ejercía mi padre. Vivíamos en una casa grande situada en los terrenos del hospital. Recuerdo que aquel trágico 6 de agosto de 1945 me despertaron muy temprano las sirenas de alarma antiaérea. Daba la impresión de que se esperaba una incursión enemiga, pero a las 7:30 reinaba un silencio total. Mientras caminaba hacia el colegio no pude ignorar que una calma un tanto extraña y ominosa pendía sobre la ciudad. Llegué al colegio minutos antes de las 8:00 y me puse en fila con los otros doscientos cincuenta alumnos para hacer los ejercicios acostumbrados de la mañana. Estando todavía en el patio, súbitamente nos sorprendió un resplandor sumamente brillante. No sé muy bien qué sucedió después ni cuánto tiempo estuve inconsciente. Solo sé que desperté en medio de una escena de horror y muerte. En mi confusión y aturdimiento, me di cuenta de que me hallaba a 200 metros del lugar donde había estado en el momento de la explosión. Los cuerpos de mis compañeros estaban esparcidos a mi alrededor. Aunque no estaban todos muertos, me era imposible reconocerlos, pues tenían el rostro desfigurado y parecían todos iguales. A algunos les faltaban miembros, o la piel se les había achicharrado y desprendido del cuerpo. Uno de los niños lloraba inconteniblemente. Como no lo reconocí, le pregunté su nombre. Era Suari, mi mejor amigo. Quería agua y había perdido la vista, así que con muchas dificultades lo conduje hasta un río que pasaba a unos centenares de metros de allí. Pero no pude encontrar la superficie del agua porque estaba completamente cubierta de personas y animales muertos, de trozos de madera y de escombros que la tremenda onda expansiva había depositado allí. Suari falleció junto al río. Me puse a buscar mi casa. Solo dos palabras podrían describir con exactitud el tétrico cuadro que me rodeaba: ¡un infierno! ¡Era verdaderamente un infierno! Se desataron numerosos incendios por todos lados, y a pesar de ser de día, el cielo estaba oscuro. Todo se veía chamuscado, ennegrecido, derretido. De los escasos edificios que todavía se sostenían en pie, solo quedaban las paredes, y eran casi irreconocibles. Por todas partes se oían espantosos gritos de dolor, los llantos y gemidos de las víctimas. Normalmente tardaba 20 minutos en caminar desde el colegio hasta mi casa. Aquel día me llevó 12 horas. De vez en cuando surgían de entre los escombros, bajo mis pies, manos que me asían de los tobillos. Me detuve y traté de rescatar a cuantos pude. No murieron todos en el momento del impacto; algunos duraron dos o tres días. Deambulaban por las calles apenas reconocibles como seres humanos. Eran cadáveres vivientes. Por fin, a las 8:00 de la noche encontré la pila de escombros que había sido una vez mi casa. Me invadió la alegría al descubrir que milagrosamente mi madre todavía estaba con vida. Al ver que yo había sobrevivido, ella también se llenó de alegría. Nos abrazamos llorando. —¡Pero, Yoji! —exclamó—. ¡Estás desnudo! ¿Qué fue de tu ropa? Entonces me di cuenta del milagro tan extraordinario que había sucedido: la explosión me había arrancado hasta la última hebra de lo que tenía puesto, y también cada cabello de mi cabeza. No obstante, por increíble que parezca, mi cuerpo no tenía una sola quemadura. Sin duda fue algo prodigioso, ya que después supe que el patio del colegio donde yo había estado se encontraba apenas a 700 metros del lugar donde la bomba hizo impacto. Poco después, unos soldados nos condujeron a mi madre y a mí a un refugio antiaéreo en el cual pasamos la noche. A la mañana siguiente se habían apagado casi todos los incendios. Pasé los días siguientes buscando en vano a mi padre entre las ruinas calcinadas de Hiroshima. Supongo que quedó sepultado bajo los escombros del hospital, pues no volvimos a saber de él. En aquellos tiempos no se sabía nada de la lluvia radioactiva ni de las enfermedades que ésta produce. Así, pues, si bien Dios por medios milagrosos me había protegido de la explosión, no tardé en enfermar gravemente a causa de la contaminación del agua y los alimentos. Me dio una fiebre muy alta, y no podía comer. Deliraba y tenía unas pesadillas y alucinaciones aterradoras en las que revivía los horrores que había presenciado. Esperaba la muerte en cualquier momento. Fue entonces cuando comencé a rezar a Dios. Le pedí que si realmente existía me librara de aquellos sueños e imágenes espantosos y me salvara la vida. Las pesadillas desaparecieron, y por alguna razón misteriosa empecé a sangrar periódicamente por las yemas de los dedos y la nuca. Ahora tengo la certeza de que, de forma milagrosa y en respuesta a mi oración, Dios estaba expulsando de mi organismo la sangre contaminada. Los cinco años siguientes estuve muy débil y enfermo por efecto de la radiación. En aquel periodo no crecí ni un centímetro, no me cambió la voz ni me desarrollé como los demás muchachos. Mi madre estaba preocupada. Temía que terminara como enano de algún circo. Pero yo seguía rezando todos los días para que Dios me devolviera totalmente la salud. Efectivamente, a los 19 años, por milagro, crecí 15 centímetros en un solo año, y mi cuerpo alcanzó su pleno desarrollo. Durante muchos años no le conté a nadie mi experiencia, porque a todos los que habían sufrido los efectos de la radiación los miraban como a seres extraños, los consideraban muertos vivientes, seres a los que aguardaba la tumba de un momento a otro. También se creía que la gente expuesta a radiaciones tendría hijos anormales y deformes. Yo me sentía en el deber de hacer saber a quien fuera mi futura esposa la experiencia que había vivido. Varias chicas se negaron a casarse conmigo por ese motivo. Al final hubo una muchacha que consintió en ser mi esposa, y gracias a Dios, hemos tenido tres hijos hermosos, normales y saludables. ¡Otro milagro! Muchos años después de la explosión de la bomba de Hiroshima, alguien me habló de Jesús y de cómo podía alcanzar la vida eterna, y oré para aceptar al Señor. Hasta aquel momento no entendía por qué Dios me había salvado la vida de forma tan milagrosa. Pero ahora no me cabe ninguna duda de que el Señor quiere que relate mi caso para advertir al mundo de la pesadilla que significaría una conflagración nuclear, una guerra demencial y suicida, carente de todo honor, capaz de aniquilar en un abrasador estallido a millones de civiles inocentes; una guerra que desataría en el mundo los horrores del mismísimo infierno. De igual manera deseo que este testimonio sirva para que quienquiera que lo lea tenga la absoluta certeza de que Dios es capaz de obrar portentos. Si Él desea que tú vivas, nada podrá acabar contigo, ni siquiera una explosión atómica.

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