miércoles, 18 de noviembre de 2009

Luz roja, luz verde


Son innumerables las veces en que me he subido al auto, he encendido el motor y he arrancado sin echar ni un vistazo a los indicadores y luces del tablero, ya fuera porque estaba apurada por llegar a alguna parte o porque tenía un impulso repentino de hacer algo. Fácilmente podría no haber advertido que el tanque de combustible estaba casi vacío o que alguna otra luz de advertencia estaba prendida. Sé que no es lo mejor, pero a veces ando muy apresurada y no presto atención a esas cosas. Una noche mi esposo, Darren, y yo decidimos ir al cine. Cuando por fin lo tuvimos todo arreglado para que alguien se quedara con nuestro hijo y estábamos casi listos para partir, ya llevábamos un poco de atraso. —¿Crees que llegaremos a tiempo a la película? —le pregunté mientras me pintaba los labios. —Sí —me respondió—, pero tenemos que salir en este instante. —Ya. Estoy lista —repliqué—. Solo me falta una cosas. —Te espero en el auto —me dijo él. Estaba empezando el año, y ambos habíamos resuelto firmemente profundizar en nuestra relación con Jesús dándole más cabida en nuestra vida cotidiana. Para eso nos propusimos hacer una pausa antes de cada nueva actividad, ya fuera juntos o por separado, para honrarlo en nuestro corazón, hacerle saber lo que teníamos pensado y luego prestar oído a las pequeñas indicaciones que nos diera. Queríamos escuchar Su vocecilla apacible para que influyera más en nuestros actos. La situación en que nos encontrábamos era perfecta para aplicar nuestra resolución de Año Nuevo, pero... «Es que vamos a llegar tarde», me dije, desoyendo la voz de mi conciencia. «¡Vamos! No vas a romper tu compromiso tan pronto, ¿no?», me reprendió el gusanillo. Me detuve a orar. —Ahora sí podemos irnos —anuncié al meterme en el auto—. Solo tenemos que estar atentos a cualquier cosa fuera de lo normal. —De acuerdo —me respondió mi marido algo desconcertado. —Eso me dijo el Señor cuando oré acerca de nuestra salida al cine —le expliqué. Él se acordó de nuestra resolución y asintió con la cabeza. Momentos después, al salir a la calle, oímos un golpetazo. —¿Qué fue eso? —No sé. Habíamos recorrido una cuadra cuando noté que estaba encendida una lucecita de advertencia en el tablero. Era el indicador del nivel de aceite. —Cariño, ¿por qué estará encendida esa luz? —pregunté. —¡Uy! No sé. Mejor nos detenemos. La estación de servicio de la esquina estaba bien iluminada. Darren paró allí y advirtió que el motor perdía aceite y empezaba a petardear. No teníamos ni idea de cuál podía ser la avería y no había ningún mecánico de guardia, así que volvimos a casa lentamente. Cuando llegamos, el motor andaba a trompicones. Al día siguiente llevamos el auto al mecánico, que nos explicó lo sucedido. El filtro de aceite se había aflojado y caído. El motor perdió hasta la última gota de aceite. —Es un milagro que todavía ande bien. Si hubieran conducido más tiempo habrían fundido el motor. Le contamos que nuestra resolución de Año Nuevo nos había ayudado a detectar el fallo en el momento en que lo hicimos. —¡Vaya! —exclamó él después de escuchar nuestra explicación—. ¡Eso no es muy corriente! «Esperemos que, aunque no sea muy corriente, se vuelva automático para nosotros», pensé yo. Aquella noche nos perdimos la película, pero nos ahorramos tamaño problema, eso sin mencionar el gasto que hubiera significado. Además, se nos quedó grabada en el subconsciente la importancia de nuestra determinación y de los nuevos hábitos que teníamos que cultivar para cumplirla. Muchas veces cuando tomo conciencia de que llevo un ritmo frenético y ha pasado una hora, un día o una semana sin hacer ninguna pausa para incluir al Señor en mis actividades, me acuerdo de aquella lucecita roja del tablero del auto. Puede parecer extraño que Jesús quiera ocuparse de detalles tan insignificantes de nuestra vida, o siquiera que tenga tiempo para ello; pero lo hace. Está súper deseoso de mantener una relación muy estrecha con cada uno de nosotros. Lamentablemente hay veces en que, aunque nos acordemos de orar, en realidad ya hemos trazado nuestro propio plan y no queremos otra cosa que la bendición de Dios. Eso tampoco da resultado. Puede que nuestro plan sea bueno, pero podríamos errar el blanco si Él tiene un designio mejor para nosotros en ese momento. He descubierto que si pido al Señor que me indique cuál debe ser mi plan, Él puede bendecirme y cuidarme mucho más cabalmente, pues Su designio se funde con el mío. Cuanto más perfectamente alineado esté mi calendario de actividades con el Suyo por haber hecho caso de Sus señales —trátese de una luz roja, amarilla o verde—, más allanado estará mi camino y más seguro resultará. «Fíate del Señor de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia; reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus veredas» (Proverbios 3:5,6). «Te haré entender y te enseñaré el camino en que debes andar. Sobre ti fijaré Mis ojos» (Salmo 32:8). «Tus oídos oirán a tus espaldas palabra que diga: "Este es el camino, andad por él"» (Isaías 30:21). Claire Nichols es VOLUNTARIA de La Familia en los Estados Unidos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario