domingo, 29 de noviembre de 2009

Los pensamientos


Una mujer me escribió para pedirme consejo porque no podía superar su rencor. «Como recordará —decía—, tiempo atrás le hablé de alguien con quien me relaciono a diario, que es malicioso y siempre me dice cosas desagradables. En mi carta le conté que había logrado refrenar las ganas de replicarle. Aunque he logrado controlar mi lengua, no he cambiado de forma de pensar. Consigo dominarme, pero por dentro estoy furiosa». Esa carta me recordó una anécdota sobre un niñito llamado Jaime a quien castigaron por hacer algo que su madre le había advertido en repetidas ocasiones que no hiciera. Finalmente la madre le dijo: «Siéntate en el rincón hasta que te diga que puedes levantarte». Jaime se sentó, pero por dentro hervía y seguía rebelde. Al cabo de un rato la madre le preguntó: «Jaime, ¿vas a obedecer ahora?» El niño le respondió: «Estoy sentado, pero por dentro ¡sigo de pie!» La lucha mental interna suele ser la más difícil de superar. Por eso Dios nos exhorta claramente a controlar nuestros pensamientos: «Todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad» (Filipenses 4:8). Alguien me dijo una vez que, en su opinión, de todas las facultades que Dios nos concedió, la más importante era la capacidad de pensar. Los pensamientos son parte vital de nuestra esencia y nos acompañan dondequiera que vayamos. Es tan imposible apartarnos de ellos como separarnos de nuestra sombra. Los pensamientos positivos enraizados en valores se convierten en nuestros mejores compañeros de viaje. En cambio, los adversos y hostiles nos persiguen y nos despojan de nuestra felicidad y paz interior. Este concepto tiene que ver con el tradicional principio de que nuestros deseos —que nos mueven a actuar de una u otra manera— son consecuencia directa de lo que pensamos. Dilapidamos nuestras energías lidiando con esas consecuencias porque no prestamos atención a su origen, que es la mente. No aplicamos lo de «en esto pensad». Toda aspiración noble y piadosa proviene de pensamientos igualmente nobles y piadosos. Cuando nos detenemos a reflexionar sobre el milagro de la vida, sobre el mundo que Dios creó para nosotros y lo sublime que es Su amor, tomamos conciencia de que estamos rodeados de mucha belleza. Es una pena que nuestros pensamientos deambulen a veces entre zarzas y entre la maleza, que se centren en cosas impías y desagradables. Nos ajetreamos tanto que no tenemos tiempo para pensar bien, para meditar. Me recuerda otra anécdota sobre una madre que fue a visitar a su hijo en la gran ciudad. Estaba tan ocupado corriendo de aquí para allá que lo único que atinaba a decir era: «Hola, mamá», y: «Chao, mamá». Un día ella le dijo: «Hijo, ¿en qué momento te detienes a pensar?» Muchos somos así. Estamos muy ocupados para detenernos a pensar, para dirigir nuestros pensamientos hacia Dios y Su Palabra, que nos da la vida, para «poner la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Colosenses 3:2). Las batallas de la vida se libran primero en el terreno de los pensamientos. Allí se determinan las cuestiones esenciales de la existencia. Un homicidio se comete dentro de los confines de la mente antes de disparar el arma. El ladrón extiende la mano para robar un reloj, pero primero lo ha robado en el fuero de su mente. Decimos a nuestros hijos que no deben hacer esto y aquello porque está mal, pero ¿les enseñamos a pensar? ¿Les enseñamos a centrar sus pensamientos en lo que es «verdadero, honesto, puro y amable, en lo que tiene virtud y es digno de alabanza»? Hoy en día el arte de pensar parece haberse perdido. La gente no se toma tiempo para reflexionar. Si lo hiciera, Dios le indicaría soluciones. Cuando nos detenemos, acudimos a Él y le damos una oportunidad, Él nos señala cómo acometer lo que nos proponemos o cómo resolver las situaciones problemáticas a las que nos enfrentamos. Volviendo a la carta de aquella mujer, parece casi inexcusable dejar que arraiguen en nuestra mente pensamientos de animosidad, críticas y resentimiento. Pero ¿cómo superarlos? La única forma de deshacerse de pensamientos impuros es desalojarlos, ocupándonos en pensamientos «puros y amables». La fórmula para librarse de pensamientos maliciosos es sustituirlos por pensamientos positivos y bondadosos. La única manera de recoger una buena cosecha en el fértil huerto de la mente es sembrar buena semilla y atender cuidadosamente los cultivos. Cuando niña, mi padre me aleccionaba: «Si siembras un pensamiento, cosechas una acción. Si siembras una acción, cosechas un hábito. Si siembras un hábito, cosechas una manera de ser. Si siembras una manera de ser, cosechas un destino». La Palabra de Dios dice que somos tal como pensamos en nuestro corazón (Proverbios 23:7). Podríamos presumir que nuestros pensamientos son intrascendentes y que nadie más que nosotros tiene conocimiento de ellos. Sin embargo, los psicólogos nos enseñan que cada pensamiento influye en la totalidad de nuestra consciencia. Un pensamiento reiterado se puede convertir en un patrón de pensamiento. Quienes se habitúan a pensar en cosas amables, tiernas y amorosas se convierten en personas igualmente amables, tiernas y amorosas. En cambio, quienes albergan habitualmente pensamientos negativos adquieren un temperamento desagradable y terminan esclavizados por el resentimiento, la amargura y la ira. Su vida, en lugar de ennoblecerse, se envilece. Terminan por descubrir que su alma ha ido deformándose y ha quedado permanentemente contrahecha, mientras que los que «ponen la mira en las cosas de arriba» se desarrollan bien y alcanzan gran estatura. Pide a Dios que te ayude a «poner la mira en las cosas de arriba». Así, en la medida en que continúes acudiendo a Él, te transformará por medio de la renovación de tu entendimiento (Romanos 12:2). ¡Esa es la clave para superar los malos pensamientos!

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