lunes, 2 de noviembre de 2009

Los Milagros no son cosa del ayer


Jesús se dirigía un día a la casa de un hombre cuya hija estaba gravemente enferma. Como era costumbre, la muchedumbre se agolpaba en torno a Él y lo oprimía. En medio de aquel aluvión de gente se encontraba una mujer que desde hacía 12 años padecía de una constante hemorragia. Había ido de médico en médico sin lograr que ninguno la curase. Se gastó hasta el último centavo en tratamientos que le habían significado mucha angustia y dolor. Pero el flujo de sangre no paraba. Desesperada, pensó: «Ay, ¡si tan solo lograra tocarlo, sé que me curaría!» Al ver a Jesús a lo lejos, avanzó ansiosamente hacia Él. No era fácil abrirse paso entre aquella turba de mirones que pugnaban por acercarse a Jesús. A ella, sin embargo, un solo pensamiento la apremiaba: ¡Tenía que tocar al Maestro, aunque no fuera más que el borde de Su manto! Por fin se halló a un brazo de distancia de Él y, extendiendo la mano, alcanzó a rozar Su manto con la punta de los dedos. Apenas lo hubo tocado, cesó por completo la hemorragia que desde hacía tantos años la aquejaba. Una cálida sensación de salud y bienestar le recorrió el cuerpo. Supo entonces que, después de todos aquellos años de sufrimiento y dolor, ¡por fin se había sanado! Jesús se detuvo un instante, habiendo percibido que una energía sanadora había emanado de Él. Volviéndose hacia la muchedumbre, preguntó: —¿Quién me ha tocado? Sus discípulos lo miraron asombrados, diciendo: —Con semejante multitud que te rodea y te oprime, preguntas: «¿Quién me ha tocado?» Pero Jesús, ya sabiendo quién lo había tocado, se dio la vuelta para mirar a la mujer, que no ocultaba su asombro. Ella, temblando aún de estupor, se postró a los pies de Jesús y le confesó lo sucedido. Con cariño y ternura, en un tono paternal, Jesús le dijo: —Hija, tu fe te ha sanado. Ve en paz y sé curada de tu enfermedad. Con ello Jesús indicó claramente a la multitud que aquel milagro de sanación no se produjo porque la mujer hubiera tocado Sus vestiduras. ¡Se había curado por su fe en Él! Aquella mujer ejercitó la poca fe que tenía, y como consecuencia, esas palabras de aliento han resonado a lo largo de los siglos: «¡Tu fe te ha sanado!» (Este relato está basado en Lucas 8:43-48.) Enlace a través de la fe De este episodio se desprende una enseñanza muy aplicable a nuestra propia realidad. A pesar de que mucha gente se agolpaba en torno a Jesús, ¿por qué en ese momento sólo una persona pudo acceder a aquel toque divino de curación? Muchos habían salido a ver a Jesús por mera curiosidad. No les interesaba otra cosa que conocer físicamente a aquel personaje popular. La mujer, sin embargo, tan pronto oyó hablar de Jesús, creyó en Su corazón que Él sí la podía ayudar, aun cuando todo lo demás había sido inútil. Llena de fe avanzó hacia Él, sin darse por vencida hasta establecer ese enlace personal con el Señor. ¡He aquí un claro ejemplo de la dinámica de la oración! Lo esencial no es lo mucho que se ore ni el tiempo que se emplee en ello, sino ¡la fe con que se haga! Es como sintonizar una emisora en un aparato de radio. Cuando por fin se establece el contacto preciso, la señal se oye con fuerza y nitidez. La oración es establecer un vínculo entre nuestras necesidades humanas y los recursos divinos. Cuando rezamos no hacemos más que presentar nuestra necesidad y creer que Dios nos responderá y la satisfará. ¡Cualquier maravilla puede ocurrir en ese margen de tiempo en que uno no se da por vencido, sino que sigue creyendo y orando! Aquella mujer frágil y enfermiza apenas si tenía fuerzas para acercarse a Jesús; mas cuando actuó impulsada por su fe, hizo contacto con el Señor y obtuvo respuesta a su oración. Es extraordinario aprender a establecer contacto con el poder divino a través de la oración. ¡Buscar ese enlace con el Espíritu de Dios en obediencia a Su Palabra produce resultados concretos! La curación divina está "a tu alcance Dios es capaz de sanar cualquier dolencia. Él nos plantea la siguiente pregunta: «¿Habrá algo que sea difícil para Mí?» (Jeremías 32:27.) Jesús dijo: «Si permanecéis en Mí, y Mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho» (Juan 15:7). El que nos fabricó ciertamente nos puede reparar. Al fin y al cabo, si Dios es Dios, es ante todo un Dios de milagros. Si pudo crear el universo y controla su funcionamiento, indudablemente puede arreglar nuestro cuerpo cuando es preciso. Él es el gran Sanador y Restituidor, el todopoderoso Rehabilitador. Es perfectamente capaz de sanarnos cuando estamos enfermos. El extraordinario poder de Dios es hoy en día tan efectivo y tan accesible como en otras épocas. Él además garantiza el cumplimiento de cada una de las promesas que nos ha hecho en Su Palabra. «No ha faltado a ninguna de todas las buenas promesas que nos ha hecho» (1 Reyes 8:56). Todos los recursos del Cielo están a nuestra disposición. Valgámonos, pues, de esas promesas. ¡Tomémosle la Palabra a Dios y confiemos en que responderá nuestras plegarias cuando tengamos alguna necesidad! Obviamente, no todas las sanaciones se producen de manera instantánea. A veces el Señor no responde a nuestras oraciones de la forma en que lo teníamos previsto. De lo que no hay duda es de que Él siempre tiene un buen motivo para hacer lo que hace y siempre obra con amor. A veces quiere poner a prueba nuestra fe antes de curarnos. A veces quiere enseñarnos humildad o paciencia o alguna otra virtud. A veces quiere que corrijamos primero algo que hemos estado haciendo mal. Sea cual fuere el motivo, cuando Dios lo considere oportuno y la situación esté madura para producir el resultado más conveniente, Él responderá. ¿Necesitas curación? ¿Estás combatiendo alguna enfermedad grave o incluso algún mal menor? El Señor conoce cada parte de tu cuerpo y quiere sanarte. Tanto es así que la Biblia dice que tus cabellos están contados (Mateo 10:30). Él desea aliviarte el dolor y el sufrimiento: simplemente está a la espera de que se lo pidas. Cuando el pobre leproso se acercó a Jesús y le dijo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme», la Escritura dice que Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero; sé limpio». Y al instante desapareció la lepra que aquejaba al hombre (Mateo 8:2,3). Recuerda que Jesús te ama a ti también y quiere ayudarte y sanarte.
-->

No hay comentarios:

Publicar un comentario