martes, 10 de noviembre de 2009

La terapia del abrazo


¿Seré la única que se siente así? ¿O habrá otras mujeres que batallan con esos mismos pensamientos DE que como madres son unas fracasadas?
¿Se consideran las demás tan incapaces como yo? ¿Se culpan también ellas por no hacer más por sus hijos, por no proveer para ellos o no guiarlos y estimularlos tanto como quisieran? Camino del hospital una mañana con mi esposo, tenía la cabeza llena de esos reproches y pensamientos negativos. Un mes antes él había sufrido un infarto que lo dejó muy debilitado, por lo que tenía que presentarse para que le practicaran exámenes complementarios. «Es el colmo —pensé—. Tengo que atender a las necesidades de nuestras cinco hijas, y ahora Alfredo también necesitará ayuda y cuidados para recuperarse del todo. Casi no doy abasto para proporcionarles a las chicas lo que necesitan, y encima esto». Tenía agobiados el corazón, la mente y el espíritu. Alfredo entró a hacerse los exámenes, y yo me quedé rezando por él en la sala de espera. «Los treinta años que llevamos trabajando de voluntarios cristianos han hecho mella en nosotros, y a los 50 ya no damos más», pensé. La ansiedad se apoderó de mi mente, impidiéndome orar. Abrumada, descorazonada y lisa y llanamente cansada de pelear la buena batalla de la fe, como la llama la Biblia, el abatimiento me redujo a las lágrimas. En ese momento la apacible voz del Señor me habló con ternura y claridad. Él sabía que lo necesitaba justo en ese momento. ¿Saben lo que me dijo? «Alza la vista. Eleva todos tus pensamientos. Ahora transfórmalos todos en una plegaria y alábame». «¡Gracias, dulce Jesús!», pensé. Enseguida recobré la serenidad y la paz. A la vez me punzó la conciencia por haber estado quejándome cuando Dios se ha portado tan bien con mi familia y ha provisto para nuestras necesidades a lo largo de los años en que le hemos servido, pese a no tener empleos remunerados. Vi imágenes de los rostros felices de nuestras hijas, con el gozo del Señor reflejado en ellos. Recordé las veces en que Dios había sanado a uno de nosotros y me sentí avergonzada de haber dudado de que era capaz de hacer lo mismo por mi esposo ahora. «Me estoy inquietando por mi familia y simplemente no estoy confiando en Ti como debiera —le dije al Señor en una oración silenciosa—. Te ruego que me perdones, Señor. Nunca me has fallado y sé que nunca lo harás». En esa breve charla con Jesús todo se había arreglado. Tenía la perfecta paz que siempre me proporcionan Sus Palabras cuando me detengo a orar, a pedirle ayuda y respuestas. Siempre da resultado. Sin embargo, Él aún no había concluido. «Arriba —me susurró al oído—. Hay alguien arriba que necesita un abrazo. Necesita el mismo consuelo que tú has recibido de Mí, y lo necesita ahora mismo. Ve». Salté de mi asiento, abandoné mis pensamientos y enseguida me encontré arriba, en la sala de espera del sector de radiografías. En el mismísimo momento en que entré, mi mirada se cruzó con la de Vivian, una estupenda enfermera cristiana con quien habíamos conversado durante dos horas en nuestra última visita al hospital. Le encantaron las revistas Conéctate y esperaba con ansias recibir más. Sin embargo, en lugar del cálido saludo que me esperaba, me miró y rompió a llorar. La tomé en mis brazos mientras se desahogaba y la estreché fuertemente. —Mis hijos… mi familia… —balbuceó—. Es tan difícil… Para entonces yo también lloraba. No hacía falta que me explicara nada. —Vivian, es cierto que a veces es muy difícil. Lo sé. Dios también lo sabe y quiere que acudamos a Él para obtener fuerzas y asistencia. Al confiar en Él evidenciamos el amor y la fe que tenemos en Él y solamente en Él. En realidad no había necesidad de predicar, ni de hablar siquiera. Nos quedamos abrazadas en la sala de espera. Luego la voz de la Palabra de Dios me habló al corazón: «[Dios] nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Corintios 1:4). De golpe entendí por qué había tenido que batallar con aquella depresión ese día: para aprender a superarla por medio de la fe y la oración y escuchando al Señor, de manera que pudiera consolar y ayudar a alguien que estaba pasando por lo mismo. Alfredo apareció por la puerta y nos saludó con una gran sonrisa. —El doctor dice que estoy muy bien y que me estoy recuperando muy rápidamente. ¿No es fantástico confiar en el Señor? —Gracias por estar aquí presente cuando más te necesitaba —expresó Vivian con cara radiante—. ¡Necesitaba mucho ese abrazo! —Yo también —le respondí. Se sintió muy conmovida cuando le conté que mientras esperaba abajo, Jesús me había dicho que fuera a darle ese cariñoso abrazo de Su parte. Fue todo idea Suya para sanarnos a las dos.

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