martes, 17 de noviembre de 2009

La puerta verde


Sueño de un infierno impecable Tuve un sueño muy raro que me recuerda un poco a Alicia en el país de las maravillas. No sé cómo fui a parar a ese sitio tan horrendo. Supongo que iba paseando y me topé con un pasadizo que quise explorar. Parece que entré al infierno accidentalmente, por error. Era todo subterráneo y había unos pasillos muy iluminados. Tenía aspecto de hospital, porque el piso estaba muy lustrado. Mientras deambulaba por el lugar, yo lo observaba todo y miraba en las distintas salas para averiguar lo que había en ellas. En cada cuarto las personas se dedicaban a diversas actividades, pero al parecer nada de lo que hacían tenía sentido. Todo era una inútil pérdida de tiempo. Los moradores de aquel lugar estaban muy ocupados, pero no lograban nada ni llegaban a ninguna parte Había científicos que realizaban interminables experimentos que nunca arrojaban ningún resultado práctico. Trabajaban en cohetes que, o bien nunca llegaban a despegar del suelo, o bien salían al espacio pero sin dirección ni propósito. En el campo de batalla se veía un soldado. Los bombarderos pasaban zumbando sobre su cabeza, los obuses caían y estallaban a su alrededor. Se diría que sufría el interminable infierno de la guerra, tal como le había sucedido durante su existencia en la Tierra. Un político fugitivo huía de una multitud enardecida que quería lincharlo. Corría frenéticamente y trataba de ocultarse, pero no lo conseguía. Todo transcurría a un ritmo muy lento, pero inexorable. Los obreros nunca dejaban de trabajar. Los soldados no cesaban de luchar en el campo de batalla. Los científicos nunca desistían de experimentar. Todo lo que la gente hacía, lo hacía interminablemente. Y sin embargo, todo indicaba que nunca lograban nada ni llegaban a ninguna parte. Mientras recorría aquellos salones me sentí terriblemente perturbado. Me dije: «¡Dios mío, esto debe de ser el infierno! ¿Podría haber algo peor?» Todo era una prolongación de la existencia absurda, inútil, carente de sentido y plagada de dolor y tristeza que aquella gente había tenido en la Tierra. «No hay paz para los impíos» (Isaías 57:21). Seguían haciendo lo mismo y sufriendo aquella agonía y pesar —lo que tuviera de infernal su anterior existencia—, solo que para nada, sin alivio, sin tregua y sin esperanza de que alguna vez cesara. ¡Era espantoso! Guarda parecido con el modus vivendi de mucha gente hoy en día. Se levantan, van a trabajar, hacen lo mismo todos los días, vuelven a casa y se acuestan. Y ¿qué consiguen? ¿Qué provecho le sacan a la vida? Nunca pensé que el infierno pudiera ser así. Todo perfectamente ordenado y pulcro, pero un suplicio sin fin. No había paz, no había descanso, y nadie sabía qué era la verdad. Es casi lo peor que me puedo imaginar. En lugar de consumirse en llamas de fuego, es consumirse incesantemente en las llamas del esfuerzo interminable e inútil, de la lucha sin tregua, del dolor carente de sentido y de la angustia y sufrimiento sin fin. Exactamente lo contrario de los éxtasis de la vida en el Cielo que nos aguardan a nosotros que conocemos a Jesús y estamos salvados. El Cielo será una prolongación de la vida feliz que llevamos actualmente. Aunque allí tengamos trabajo, seremos todavía más felices. Gozaremos de más libertad de movimiento y lograremos más cosas. Veremos más progresos y diversidad. Viajaremos más y disfrutaremos de mayor libertad. La vida en el más allá va a ser emocionante y fascinante para nosotros: una extensión, ampliación o multiplicación de la alegría y de la apasionante vida que llevamos ahora. Tendremos la misma felicidad de ahora, solo que multiplicada con creces y con innumerables bendiciones, de tal modo que al presente apenas si somos capaces de imaginárnosla. En el sueño escapé de aquel refinado infierno subiendo por una escalera que conducía a una abertura de color verde oscuro cubierta de maleza, con aspecto de cripta o tumba. Me recordó una canción que se volvió muy popular hace años, The Green Door (La puerta verde). Trataba de un hombre intrigado por saber qué había al otro lado de una puerta verde, que resultó ser la tumba. Cuidado, pues, con esa puerta verde. Podría conducirte a un mundo que en realidad no es para ti y donde sin duda no querrías estar jamás. Asegúrate más bien de que tu nombre está inscrito en el Cielo y confirma tu reservación para una de las moradas de la Ciudad Celestial (Lucas 10:20; Juan 14:2; Apocalipsis 21:27). Ahí podrás vivir feliz eternamente con Jesús. Si lo aceptas ahora, disfrutarás de Él y del Cielo para siempre. Así no tendrás por qué temer cuando te llegue la hora de morir. Sabrás hacia dónde te diriges. No hacia abajo, a un infierno impecable, sino hacia arriba, a la gloria.
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Jesús dijo: «El que oye Mi Palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Juan 5:24). Acepta el perdón de tus pecados que Jesús te ofrece y obtendrás tu pase gratuito al Cielo, el don de la vida eterna. Sencillamente haz la siguiente plegaria: Jesús, sé que me he portado mal y que no me merezco el Cielo; pero acepto el sacrificio que hiciste en la cruz por la redención de mis pecados. Dame Tu amor, Tu perdón y Tu salvación. Te ruego que entres en mi corazón y me concedas el don de la vida eterna. Amén.

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