martes, 10 de noviembre de 2009

La perla sin igual


Hace años, un estadounidense llamado David Morse que vivía y trabajaba en la India entabló amistad con un buscador de perlas de nombre Rambhau. Morse pasaba muchas veladas en la casita de Rambhau leyéndole la Biblia y explicándole el tema central de la misma: el amor de Dios y la salvación que brinda Jesús. A Rambhau le gustaba escuchar la Palabra de Dios, pero cuando Morse lo animaba a reconocer a Cristo como Salvador, el anciano negaba con la cabeza y replicaba: —Tu método cristiano para llegar al Cielo me parece demasiado fácil. No puedo aceptarlo. Si me admitieran en el Cielo de esa manera, me sentiría como un mendigo, como un pordiosero al que le permitieron entrar por pura lástima. Será que soy orgulloso, pero quiero ganarme mi sitial en el Cielo. Quiero merecerlo con mi esfuerzo. Por mucho que se esforzara, Morse no conseguía disuadir a Rambhau de la decisión que había tomado. Transcurrieron algunos años. Una noche, Morse oyó que alguien tocaba a su puerta. Era Rambhau. —Entra, amigo —dijo Morse. —No —contestó el anciano buscador de perlas—, lo que quiero es que vayas a mi casa un rato. Quiero mostrarte algo. Te ruego que no te niegues. —¡Cómo no! —repuso Morse. Mientras se acercaban a la casita, Rambhau anunció: —En una semana empezaré a ganarme mi puesto en el Cielo. Iré de rodillas a Delhi. —¿Te has vuelto loco! —exclamó Morse—. Son casi mil quinientos kilómetros. Las rodillas te quedarán en carne viva y te dará septicemia antes de llegar, si es que llegas. —No. Tengo que ir a Delhi —aseveró Rambhau—, y los inmortales me lo recompensarán. El sufrimiento será grato, pues con él me compraré un lugar en el Cielo. —Rambhau, amigo mío —comentó Morse—, no puedo permitirte que hagas eso. Mira, Jesucristo ya sufrió y murió para comprarte un lugar en el Cielo. El anciano no se inmutaba. Añadió: —Eres el mejor amigo que tengo en la Tierra. En todos estos años no me has abandonado cuando he estado enfermo o he padecido necesidad. A veces has sido mi único amigo. Pero ni siquiera tú puedes disuadirme de comprarme la felicidad eterna. ¡Tengo que ir a Delhi! Una vez que estuvieron en el interior de la casita, Rambhau salió de la sala. Regresó poco después con una pequeña caja de caudales. —Tengo esta caja desde hace años —precisó—; solo guardo una cosa en ella. Te contaré de qué se trata, amigo. Yo tenía un hijo varón... —¡Un hijo! Rambhau... ¡nunca me hablaste de él! —No. Es que no podía —al decir aquello, al pescador se le llenaron de lágrimas los ojos—. Ahora debo decírtelo, porque pronto me marcharé, ¿y quién sabe si volveré algún día? Mi hijo también era buzo, el mejor pescador de perlas de las costas de la India. Era también el más rápido, el que tenía la vista más aguda y los brazos más fuertes, y el que era capaz de contener el aliento por más tiempo mientras buscaba perlas. No te imaginas las alegrías que me daba. »Como sabes —prosiguió Rambhau— casi toda perla tiene algún defecto o imperfección que solo un experto puede notar. Mi muchacho siempre soñó con encontrar la perla perfecta, la más fina de todas. Y un día la encontró. Pero para sacarla del mar pasó demasiado tiempo bajo el agua. A los pocos días, murió. Esa perla le costó la vida.» El anciano pescador de perlas agachó la cabeza. Por unos instantes se le estremeció todo el cuerpo, aunque no emitió sonido alguno. —Todos estos años —continuó— he guardado esta perla. Ahora que me voy y quizá no vuelva, te la regalo a ti, que eres mi mejor amigo. El anciano accionó la combinación, abrió la caja fuerte y sacó con sumo cuidado un paquete envuelto en algodón. Lo desenvolvió con suavidad y extrajo una perla de gran tamaño que colocó en la mano de Morse. Era una de las perlas más grandes que se habían hallado en las costas de la India. Tenía un brillo jamás visto en perlas cultivadas. En cualquier mercado se habría obtenido una cantidad fabulosa por ella. Por un momento, Morse contempló la joya con asombro, sin poder articular palabra. Luego exclamó: —¡Rambhau! ¡Esta perla es fabulosa! —Esta perla, amigo mío, es perfecta —precisó el hindú con voz queda. Entonces se le ocurrió una idea a Morse: aquella era la oportunidad por la que había orado para ayudar a Rambhau a entender el valor del sacrificio que hizo Jesús. —Rambhau, esta perla es estupenda; ¡es asombrosa! Permíteme comprártela. Te daré diez mil dólares por ella. —¿Qué dices? No te entiendo —repuso Rambhau. —Te daré quince mil dólares; y si hace falta, trabajaré para pagártela. Rambhau se puso tenso y añadió: —Esta perla no tiene precio. No hay hombre en el mundo cuyo dinero alcance a cubrir el valor que tiene para mí. En el mercado, un millón de dólares no bastarían para comprarla. No te la vendo. Solo será tuya si te la regalo. —No, Rambhau. No puedo aceptar. Aunque me muero por tener esta perla, no puedo aceptarla en esas condiciones. Quizá soy orgulloso, pero sería demasiado fácil. Tengo que pagarla o ganármela con mi esfuerzo. El anciano quedó perplejo. —Amigo mío, no lo entiendes —repuso—. ¿No te das cuenta? Mi único hijo dio la vida para conseguirla; no la vendería a ningún precio. Vale tanto como la vida de mi hijo. No puedo vendértela, solo regalártela. Acéptala en prenda de mi afecto. Ahogado por la emoción, Morse no logró pronunciar palabra durante varios instantes. Luego, asiendo con firmeza la mano del anciano, le aseguró con voz queda: —Rambhau... ¿no lo comprendes? Acabo de decirte lo mismo que siempre le has dicho tú a Dios. El anciano miró inquisitivamente a Morse largo rato. Poco a poco, empezó a entender. —Dios te ofrece gratuitamente la salvación —añadió Morse—. Su valor es incalculable. Nadie en la Tierra podría pagar lo que vale. Aunque uno se esforzara toda la vida por merecerla, ni viviendo millones de años lo conseguiría. Por muy bueno que uno sea, no puede merecérsela. A Dios le costó la vida de Su único Hijo obtener tu entrada al Cielo. Ni en un millón de años ni en cien peregrinajes podrías pagar esa entrada. Todo lo que puedes hacer es aceptarla como muestra del amor que Dios alberga por ti, un pecador. »Rambhau —siguió Morse—, claro que acepto la perla con gran humildad. Pido a Dios que me haga digno de tu afecto. ¿No quieres tú aceptar el mejor regalo que Dios te ofrece, el Cielo, con gran humildad, sabiendo que ese regalo le costó la vida de Su Hijo?» Las lágrimas rodaban por las mejillas del anciano. Había empezado a levantarse el velo que le obstruía el entendimiento. —Ahora lo entiendo —dijo—. No podía creer que la salvación fuera gratuita. Algunas cosas son tan valiosas que no se pueden comprar ni merecer. Amigo mío, ¡acepto la salvación que me brinda Dios!

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