martes, 17 de noviembre de 2009

La medida de fe


Un amigo mío le preguntó al gerente de un supermercado si alguna vez un desconocido le había pagado con un cheque sin fondos. —No —respondió él—. Yo nunca miro el cheque. Miro a la persona. Si la persona me inspira confianza, le acepto el cheque. De eso podemos extraer una enseñanza muy valiosa acerca de la fe. En Hebreos 10:23 encontramos las siguientes palabras: «Fiel es el que prometió». ¿Quién hace las promesas de la Palabra de Dios? Dios mismo. Si miramos al Hacedor de las promesas no puede haber dudas acerca de su validez absoluta. La Palabra de Dios dice: «Vuelve ahora en amistad con Él, y tendrás paz, y por ello te vendrá bien» (Job 22:21). Conocer a Dios es tener la certeza de que Él cumplirá todas las promesas que nos ha hecho. Abraham conocía a Dios y no «dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe [...], plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido» (Romanos 4:20,21). Hay personas que piensan que la fe es algo muy misterioso fuera de su alcance. Otros consideran que se trata de un don innato que algunos tienen en abundancia y otros no. Ambos conceptos son erróneos. «Conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno» (Romanos 12:3). A todo el mundo se le ha dado una medida de fe. Lo que pasa es que muchos no la ejercitan. Al igual que sucede con los músculos, si no ejercitamos nuestra fe, se torna flácida. Para que la fe crezca, hay que ejercitarla constantemente. La fe no se obtiene haciendo análisis académicos de la Palabra de Dios; no es a los sabios y a los entendidos a quienes se les revelan los secretos divinos más profundos (Mateo 11:25), sino a quienes se atreven a tomar a Dios al pie de la letra. Quienes manifiestan una fe infantil hacen caso omiso de todas las dudas y argumentaciones. Cuando obtienen de Dios el cumplimiento de una promesa que los intelectuales no logran captar, éstos quedan avergonzados. Aunque la fe obra en un ámbito totalmente distinto del de nuestros cinco sentidos, se le aplican algunos de los mismos principios. Cuando degustamos algo dulce, tenemos prueba de ello porque nuestras papilas así nos lo indican. Por más que alguien nos diga lo contrario, sabemos que es dulce porque contamos con la prueba de que así es. En la vida espiritual, la fe nos demuestra verdades espirituales, de la misma forma que nuestros cinco sentidos nos proporcionan pruebas del mundo físico. Así como aceptamos lo que nos indican nuestros sentidos, debemos aceptar como evidencia lo que nos indica la fe. Cuando lo hacemos, nuestra fe hace que se concreten nuestras expectativas y las torna en realidad. «Como creíste, te sea hecho» (Mateo 8:13). Toma a Dios al pie de la letra. Cuando te sobrevengan pruebas y tribulaciones, en vez de dejar que se agraven y se acumulen, echa mano de tu Biblia, busca una promesa y reclámala invocando el nombre de Jesús. Esta es una que empleo con frecuencia, aunque sobrepasa totalmente mi entendimiento: «Todo lo que pidiereis al Padre en Mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Juan 14:13). Y otra más: «Clama a Mí, y Yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces» (Jeremías 33:3). Con razón la Biblia califica esas promesas de «preciosas y grandísimas» y nos indica que por medio de ellas podemos ser «participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1:4). Lo único que necesitamos es una fe sencilla. Así como existe una fuerza invisible de atracción que aglutina el mundo material y un principio invisible de confianza sobre el que se asienta el mundo financiero, la invisible ley de la fe es la fuerza subyacente que da cohesión al mundo espiritual. V.B.B.

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