martes, 17 de noviembre de 2009

los dos destinos


Me encontraba en la cima de una montaña nevada. La vista era sobrecogedora. El sol resplandecía con fuerza, y tenía el mundo a mis pies. Una ráfaga de viento me golpeó el rostro y revitalizó cada espacio de mi ser. Después de repasar mentalmente la ruta de descenso, me ajusté las gafas, hundí los bastones en la nieve y volé hacia abajo. ¿Podía haber algo mejor en la vida? ¡El sueño norteamericano era alcanzable! Yo era la prueba: me había hecho millonario por mis propios esfuerzos, podía hacer cualquier cosa, viajar a cualquier lugar, ser lo que quisiera... ¡Pip! ¡Pip! ¡Pip! Mi despertador. La realidad se hizo presente. Durante el día era un joven de 18 años agotado y saturado de trabajo, que cursaba seis asignaturas en la universidad y trabajaba 45 horas semanales en un restaurante mexicano como cocinero de frituras y salsas. Por la noche revivía en mis pesadillas mi vida diurna. Hasta mis sueños acerca de aventuras en esquíes eran poco frecuentes. Un día me encontraba en la biblioteca de la universidad cuando alguien me entregó una tarjeta de presentación de color anaranjado fluorescente que decía: «Busco gente que quiera escapar para siempre de la febril rutina de la vida moderna». Con lo endeudado que estaba pagando mis cursos, el auto, el seguro, el alquiler y otras cuentas, no me costaba mucho imaginarme trabajando frenéticamente el resto de mi vida sin llegar a ninguna parte. Me comuniqué con el hombre que me había dado la tarjeta. En nuestro primer encuentro me expuso un plan de mercadeo de múltiples niveles para una empresa de telecomunicaciones, que parecía demasiado bueno para ser cierto. «¿No te gustaría poder hacer cualquier cosa, ir a cualquier parte y conseguir todo lo que deseas? Con este plan, tus sueños pueden hacerse realidad». Estaba cansado de ser quien era. Todas las mañanas me miraba en el espejo y veía al mismo fracasado que me devolvía la mirada. Así que me tragué el cuento. Al cabo de un mes asistí, junto con 200 personas más, a un seminario dictado por el magnate de la empresa. En determinado momento se dirigió a mí y me dijo: —¿Qué auto querrías tener, hijo? —Un Toyota —respondí, ante lo cual el grupo dejó escapar un gemido de desilusión por lo poco ambicioso de mi pedido. Enseguida añadí: —¡Un Toyota Supra totalmente equipado! —En ese caso debes ir al concesionario de Toyota y decirles que te dejen probarlo. Tienes que palpar tu sueño. Apenas terminó el seminario, me dirigí al concesionario de autos. Ese día la codicia me empezó a envenenar el alma. Durante los dos meses que siguieron me volví cada vez más arrogante y prepotente. Iba a los centros comerciales, distribuía mis tarjetas de presentación y conseguía números de teléfono de toda la gente que podía. Presioné a mis familiares para que se hicieran clientes míos, tratando constantemente de venderles el producto. Algunos eslóganes como: «Si lo quieres, consíguelo», me inspiraban a perseguir cada día con más ahínco el vil metal. No obstante, cuanto más lo ansiaba, más se alejaba de mí. Pronto, el desánimo dio lugar al desencanto. Mi escaso éxito motivó una llamada matinal de mi mentor, cuyos ingresos en parte dependían de los míos. —¿Por qué no estás en la calle haciendo dinero? —quería saber Jeremy—. No puedes parar hasta que consigas la plata para comprarte lo que quieras. ¡Tienes que pensar en tu sueño, vivirlo, respirarlo! —¡Bah, como sea! —dije, y le colgué. Los días siguientes me los pasé preguntándome si realmente quería continuar por aquella senda. ¿Me harían feliz las riquezas materiales? Por primera vez en mucho tiempo clamé a Dios y le pedí que me guiara. Unos días después conocí a un muchacho de veinte y tantos años que empujaba su motocicleta por el costado de la carretera. Se me ocurrió que tal vez podría reclutarlo para mi negocio, por lo que detuve la camioneta y le ofrecí un aventón. Agradecido, puso la motocicleta en la parte trasera y se sentó a mi lado. Cuando llegamos a su casa, le di una charla en la que ensalcé a la compañía para la que trabajaba. Me escuchó cortésmente, pero no mostró interés. Agotado aquel tema, procedió a mostrarme fotos de la labor que realizaba con un movimiento de misioneros llamado La Familia y me propuso que saliéramos más tarde a tomar un café. Yo estaba menos interesado en la religión y en las misiones que él en estratagemas de múltiples niveles para amasar dinero, pero por algún motivo le contesté que sí. Esa noche le conté todos los problemas que tenía con mi familia, mi trabajo y mis estudios. —¿Quieres ir al Cielo? —me preguntó. No era algo que me preguntaran todos los días, pero por algún motivo no me pareció fuera de lugar. —¡Sí! —respondí enseguida. —¿Sabes si vas a ir? —No creo. —Pues puedes tener la certeza de que irás —me dijo con total naturalidad—. Simplemente pídele a Jesús que entre en tu corazón. Le di una mirada de escepticismo. —No se trata de religión ni de una utopía. ¡Es Jesús, nada más! —¿Jesús y nada más? De acuerdo.
* * *
Al recordar lo que fue mi vida antes de conocer a Jesús, ¡me parece tan vacía, tan bidimensional! Prácticamente lo único que tiene en común con mi vida actual es que se desarrolló en el mismo planeta. Desde que me integré a La Familia hace ya más de cinco años he viajado de oeste a este (de EE.UU. a Vietnam) y de sur a norte (de Sudáfrica a Oriente Medio). El Señor nunca ha dejado de proveer para todas mis necesidades ni de llenarme de alegría y satisfacción dondequiera que he estado. Entretanto he descubierto que aunque la mayoría de los caminos de la vida conducen al mismo destino —dicha momentánea como resultado de la propia satisfacción—, el recorrido suele ser largo, solitario y deprimente, y muy pocos —por no decir ninguno— de los que alcanzan su objetivo encuentran verdadera felicidad. El segundo destino que se nos ofrece no solo es más fácil de alcanzar, sino que brinda mucha más satisfacción: verdades sencillas, valores eternos y la grata sensación de lograr algo de trascendencia por medio de Jesús. No se trata de una religión muerta ni de una quimera. Es Jesús y nada más. • (Joe Nicholson es misionero DE La Familia en el Oriente Medio.)

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