domingo, 15 de noviembre de 2009

La leyenda de la máscara mágica


Érase una vez un rey que gobernaba sobre vastos territorios. Se destacaba por su poder y astucia. Todos lo respetaban y lo temían, pero nadie lo quería. Cada año se tornaba más severo, y al mismo tiempo lo iba embargando más la soledad. Su rostro denotaba la amargura que albergaba en su alma. Unos desagradables surcos que tenía en torno a la boca daban a ésta un aspecto cruel. Además, el ceño permanentemente fruncido le había marcado profundas huellas en la frente. Resulta que en una de las ciudades de su imperio vivía una hermosa doncella, a la que todos querían. El rey se propuso tomarla por esposa y decidió ir a su encuentro con el fin de declararle su amor. Luego de ataviarse en sus túnicas más finas, se miró en el espejo para ver qué imagen transmitiría a la bella muchacha. Sin embargo, la expresión de su rostro se veía dura y cruel, aun cuando sonreía. Se le ocurrió entonces una idea esperanzadora. Enseguida hizo llamar a un mago. —Emplea tus artes para pintar sobre mi rostro una máscara que me dé un aspecto bueno, amable y apuesto —dijo—. Te pagaré el precio que me pidas. —Lo que pides es posible —respondió el mago—. Eso sí, con una condición: debes mantener la expresión de tu rostro idéntica a la que yo pinte en la máscara; de lo contrario ésta se echará a perder. Bastará una sola expresión de aspereza para que la máscara quede arruinada. En ese caso, no podré sustituirla. Deberás pensar en hacer el bien y ser gentil y cortés para con todos los hombres. Así pues, se fabricó la prodigiosa máscara, tan verosímil que nadie hubiera adivinado que no era el propio rostro del rey. Pasaron los meses, y el monarca luchó denodadamente consigo mismo para que la máscara no se arruinara. La hermosa doncella se convirtió en su desposada, y sus súbditos se maravillaban de la milagrosa transformación operada en él. La atribuían a su bella esposa, la cual —según decían— le había contagiado su modo de ser. Al cabo de un tiempo el rey se arrepintió de haber engañado a su hermosa mujer con la máscara mágica. —¡Quítame este falso rostro! —le dijo al mago—. ¡Llévatelo! ¡Esta máscara de hipocresía no refleja mi verdadera naturaleza! —Si así hago —respondió el artista—, jamás podré hacerte otra. No tendrás más remedio que lucir tu propio rostro por lo que queda de tus días. —Es preferible eso —dijo el rey— a embaucar a alguien cuyo amor y confianza me he ganado deshonrosamente. Mejor sería que mi esposa me despreciara que seguir obrando de forma indigna por causa de ella. ¡Quítamela, te digo! ¡Quítamela! Procedió el mago a retirarle la máscara, y el soberano, con temor y angustia, observó su imagen en el espejo. Los ojos se le iluminaron y los labios dibujaron una sonrisa radiante, pues las feas líneas de su boca y las profundas huellas de su ceño habían desaparecido. Descubrió con asombro que la expresión de su rostro era idéntica a la de la máscara que durante tanto tiempo había usado. Al volver a la presencia de su amada esposa, lo único que ésta vio fueron los mismos rasgos de siempre, los del hombre que amaba. Esta leyenda enseña una gran verdad: el rostro del hombre no tarda en revelar la naturaleza de su alma, lo que piensa y lo que siente. La Escritura nos dice con gran sabiduría: «Cual es su pensamiento en su corazón, tal es él» (Proverbios 23:7).

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