miércoles, 11 de noviembre de 2009

La fe


Es fácil escuchar al Señor. Solo necesitamos tener fe. Cuando pedimos al Señor una respuesta o una solución, debemos dar por hecho que la recibiremos y aceptar lo primero que nos venga. Si quieres que Él te conteste y crees de veras que puede y que lo va a hacer, no te defraudará. Lo que veas u oigas con tus ojos u oídos espirituales será la respuesta del Señor. Y te confortará enormemente. Cuenta con que Dios va a contestar. Simplemente abre tu corazón y deja entrar la luz. Escuchar al Señor constituye nuestro alimento espiritual. Es preciso que uno aprenda a escuchar a Dios para crecer, por así decirlo, espiritualmente. Un recién nacido ilustra magníficamente ese concepto. Cuando pedimos a Dios que nos hable, se podría comparar a cuando un bebé llora porque tiene hambre. Cuando el niño llora para que su madre lo atienda, a ésta no se le ocurriría negársele. Un nene tiene más fe que la que manifiestan muchas personas mayores cuando oran, porque cuando el chiquitín berrea, lo hace con la certeza de que alguien lo escuchará. Sabe —Dios le infundió esa certeza— que si llama, lo atenderán. Parte de la base de que su pedido será atendido, y en efecto así sucede. Si pide leche, la madre no se la negará ni le dará otra cosa (Lucas 11:11-13). Le facilitará lo que necesita. Asimismo, tú también puedes contar con que lo primero que te llegue a la mente o al corazón proviene del Señor. Cerrar los ojos nos ayuda a penetrar en la dimensión espiritual y a volvernos menos conscientes de las cosas y personas que nos rodean. Nos ayuda a concentrarnos en el Señor y sosegarnos, de modo que nada nos distraiga. Cuando pidas al Señor que te hable, cree firmemente que lo que escuchas o ves es un mensaje o visión de parte de Dios. Al pedirle que te hable, eres como un bebito que llora porque tiene hambre. En este caso, se trata de nuestro alimento espiritual, lo que necesitamos para continuar viviendo. Cuando una madre toma en brazos a su hijo y se dispone a amamantarlo, ¿qué hace? Se descubre. Digamos que se revela a su hijo. Si se trata de un recién nacido, ella debe llevarle el alimento a la boca. Le muestra donde está. Le pone el pezón en la boca. A medida que el niño crece, aprende dónde buscar la leche. Lo mismo se aplica a oír la voz del Señor. Mientras más practicamos tomar el alimento que el Señor nos ofrece, más sabemos dónde hallarlo. Sólo hay que verlo y estirar la mano para tomarlo. La fe es la mano del espíritu que se extiende y recibe. Es la parte que tú haces, tu esfuerzo espiritual. Una vez que el bebé tiene el pezón de la madre en la boca, automáticamente comienza a mamar. Cuando pedimos a Dios que nos proporcione alimento espiritual, Él nos lo pone en la boca; pero si no empezamos a succionar, no conseguimos nada. Hace falta fe para empezar a recibir. Si no succionamos no obtenemos nada. El niño chupa porque Dios ha puesto en él ese reflejo o reacción automática. Muchas veces el bebé tiene que chupar un rato hasta que sale algo. La fe es una especie de fuerza extractora. Nosotros extraemos fuerzas de Dios. ¿Qué extrae la leche del pecho? ¿Cómo se explica eso en términos científicos? Cuando el bebé chupa, crea en su boca un vacío que extrae la leche. Del mismo modo, nosotros tenemos que crear ese vacío en nuestro corazón. «Señor, aquí tienes este espacio vacío. Llénalo». Cuando se reduce la presión en cierto sector, ¿qué es lo que llena ese vacío? No es el niño. Lo único que hace el lactante es crear un vacío reduciendo la presión dentro de su boca, que entonces se torna inferior a la presión del pecho. Así la leche fluye hacia la boca del niño. El esfuerzo que hace el niño es el de succionar. La madre hace todo lo demás. Al orar, uno crea un vacío. Hay un espacio que se tiene que llenar. Cada vez que uno crea un vacío en el propio espíritu, una zona de baja presión, el Espíritu de Dios lo inunda con todo Su poder. ¿Qué pasa si el niño succiona fuertemente una vez y, al no sacar nada, se desanima y se da por vencido? Tarde o temprano tendrá tanta hambre que comenzará a mamar otra vez, y no se rendirá. Cuando comiences a succionar a más no poder y desees sinceramente, de todo corazón, tu alimento espiritual, acabarás por obtenerlo. Debes creer que lo que te llega proviene del Señor y empezar a partir de ahí. Si no traga lo que ha recibido, el bebé no obtendrá más. En la boca sólo cabe cierta cantidad a la vez: uno se llena la boca y traga. Luego el Señor la vuelve a llenar. Lo mismo se aplica al recibir mensajes de Él. Dios nos da un poco para empezar. Pero luego tenemos que esperar recibir más y hacer espacio para más. En este caso, uno vacía la boca, uno traga, al creer las primeras palabras o versículos de las Escrituras que Dios le da y decirlos en voz alta o anotarlos. Pero hay que seguir haciéndolo. El Señor no va a lanzar leche a los cuatro vientos, donde se perdería, ni a la boca de un bebé que no se la quiere tragar. Solo nos da una bocanada a la vez. Si no tragamos esa bocanada, no nos da más. Del mismo modo, cuando pidas al Señor una visión y te venga a la cabeza, empieza a describirla. Refiere lo que ves y el Señor seguirá mostrándote más. ¿Qué haces cuando ves una película? Absorbes las escenas una tras otra. Sería imposible entenderlo todo con una sola imagen. Hay que seguir tragando. A diferencia de la madre, Dios tiene ilimitada capacidad para dar. Lo que obtenemos solo esta limitado por nuestra propia capacidad de recibir. El Señor seguirá alimentándonos hasta que nuestro vacío haya quedado lleno, hasta que tengamos el estómago satisfecho y el espíritu contento. El Señor siempre está presente, siempre está listo y dispuesto a hablarnos. Sin embargo, no nos obliga a escucharlo. La madre puede acercar el pecho a la boca del bebé, pero si éste toma un poco y deja de tragar, no recibe más. Uno debe estar dispuesto a tomar lo que Dios le dé.

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