martes, 10 de noviembre de 2009

La arena


Mi esposo y yo habíamos ido a ver la película Gladiador, que ha recibido muy buenas críticas. Mientras almorzábamos, unos amigos nos preguntaron qué nos había parecido. Ciertos críticos de cine son peritos en hacer reseñas de películas sin revelar completamente la trama o el misterio que envuelve a los personajes. Cada vez que me piden que comente una película que alguien no ha visto, me resulta bien difícil. En esa ocasión me aventuré a hacerlo. —Russell Crowe hace el papel de Máximo, un general romano valiente y de buen corazón que se ve enfrentado a Cómodo, un joven emperador traicionero y egocéntrico, representado por Joaquín Phoenix. Cuando éste convoca unos torneos de gladiadores, Máximo se ve obligado a luchar a fin de restablecer la democracia en Roma y ganarse el apoyo del pueblo y el Senado, y vence al emperador con sus propias armas: como gladiador en la arena, con tigres, tridentes y toda la parafernalia. Huelga decir que los productores de la película no escatimaron actos atroces de violencia. —Es difícil imaginarse que hubo una época en que los combates entre gladiadores y los cristianos devorados por los leones constituían un grandioso espectáculo —comentó un amigo. —¿Te imaginas invitar a tu novia a una función en el Coliseo romano? «Oye, ¿qué te parece si vamos a ver unas matanzas?» —bromeó otro. Alguien más añadió: —En aquella época todo el mundo iba al anfiteatro a ver a los gladiadores. Hoy en día vamos a verlos en el cine. ¿Qué diferencia hay? Se armó la discusión. —¿La trama está basada en hechos históricos? —preguntó otro—. ¿Hubo alguna vez un Máximo que de general pasara a ser gladiador para combatir la tiranía de la antigua Roma? No, no lo hubo. Pero eso me hizo pensar. ¿Qué fue lo que cambió a Roma? Luego recordé una lección de historia que aprendí en el colegio: con la prédica y la práctica del amor, el cristianismo terminó por vencer al paganismo profesado por el Imperio Romano. Dice una leyenda que cuando llevaron a Jesús ante el gobernador romano Poncio Pilatos para ser juzgado, alguien habló en su defensa alegando que lo único que hacía era predicar el amor. Según se cuenta, Pilatos respondió: «¿El amor? ¡La doctrina de este hombre es la peor amenaza que hay para Roma! ¡Podría acabar con el imperio! Nuestro imperio no sobrevive gracias al amor. Se sostiene a punta de espada. ¿Qué pasaría si todos creyeran a este hombre? Abandonarían las armas y se amarían unos a otros. Ya no habría más guerras. Si le permitiéramos a este Jesús predicar Su doctrina de amor, nuestros soldados ya no querrían matar a nadie. Desistirían de conquistar a nadie, de saquear ciudades y traer las riquezas del mundo a Roma. Esa es una doctrina peligrosa, ¡muy peligrosa!» Ese relato naturalmente no se corresponde con el recuento bíblico del juicio de Jesús. Pero si Pilatos hubiera podido ver el futuro, eso es probablemente lo que habría dicho. ¡Y habría tenido razón! El amor que tenían entre sí los primeros cristianos acabó por ser más poderoso que todas las legiones de Roma. Cuando los romanos vieron que los cristianos preferían ser despedazados por los leones y quemados en la hoguera antes que renunciar a su fe en Cristo y Su doctrina de amor, se dieron cuenta de que aquella gente insólita era poseedora de la verdad. Y finalmente, el cristianismo triunfó. El Imperio Romano yace en ruinas desde hace siglos, mientras que el cristianismo todavía prospera. Enseguida recordé otros relatos: historias de personas comunes y corrientes de todas las épocas que, movidas por el amor, dieron su vida por sus semejantes, por más que éstos fueran personas totalmente desconocidas. Tal como vaticinó Jesús, a causa del amor que comunicaban, el mundo supo que eran discípulos Suyos, pues «nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos» (Juan 13:35; 15:13). Las manifestaciones de amor por parte de cristianos comunes y corrientes, mediante actos tanto heroicos como insignificantes, han hecho más por difundir las enseñanzas de Cristo que todos los sermones predicados y todas las guerras libradas en Su nombre. Sin embargo, ¿qué pasa con el mundo hoy en día? ¿Cómo llegó al estado en que se encuentra actualmente, en que los relatos de atrocidades y la sed de sangre no se circunscriben a otras épocas, y hechos luctuosos representados en las pantallas de cine se perpetran en la vida real? ¿Ha perdido el amor la batalla en el corazón y en la conciencia de los hombres? Puede que así parezca en este momento, pero la función no ha terminado. Las perversidades de hoy contribuyen a allanar el camino para la batalla final, en que el amor y la fe en Dios triunfarán sobre el odio y la impiedad. Jesús dijo que esas serían precisamente señales de Su pronto regreso: «Por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará» (Mateo 24:12). La Biblia enseña también que no falta mucho para que se instaure un gobierno mundial conducido por un semidiós poseído por el Diablo —el Anticristo—, que será mucho peor que cualquier césar o déspota surgido antes que él. «Habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá» (Mateo 24:21). Sin embargo, al cabo de apenas tres años y medio de «gran tribulación», Jesús regresará con poder y gran gloria. Rescatará a quienes hayan aceptado su poder salvador, acabará con el Anticristo y su régimen y establecerá Su propio reino eterno en la Tierra (Mateo 24:30-31; Daniel 2:44). Esta vez se pondrá fin al mal para siempre. Hoy cada uno de nosotros puede optar por invocar Su amor y vivir de acuerdo con Sus enseñanzas. Tal como les ocurrió a los primeros cristianos, puede que yo también pierda el pellejo por ello. Por otra parte, espero llegar a ver el día en que el amor de Cristo triunfará en la arena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario