De cómo la dadivosidad salvó tres vidas
Adaptación de 1 Reyes, capítulo 17 Lo que vamos a relatar aconteció en Israel alrededor del año 850 a.C. Era una época triste y difícil para la nación hebrea, que vivía sujeta al yugo del peor rey que había tenido hasta entonces: Acab. Éste se hallaba bajo el influjo de Jezabel, su maligna esposa, la cual había abrazado como religión el baalismo, el culto a Baal, un dios de los paganos. Bajo el impío reinado de Acab y Jezabel, los profetas del Dios verdadero fueron liquidados sistemáticamente y el baalismo se convirtió en la religión oficial del Estado. Con el objeto de dar a conocer Su desagrado, Dios envió a Acab a Su profeta Elías con un durísimo presagio: —¡Vive el Señor, Dios de Israel, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra! Luego de dar aquella advertencia, Elías huyó al desierto, donde se ocultó de los soldados de Acab. El Señor lo condujo a una garganta solitaria por donde corría un pequeño arroyo del que podía beber, y donde fue alimentado milagrosamente por unos cuervos a los que Dios ordenó que le llevaran todos los días pequeños trozos de pan y de carne. Tal como había vaticinado Elías, no cayó ni una gota de lluvia, y una inclemente sequía se abatió sobre el país. A medida que transcurrían los meses, el sol abrasador iba quemando la tierra de Israel. Los cultivos y las fuentes de agua se secaron, y se produjo una gran escasez. Con el tiempo, el arroyo Querit, de donde sacaba agua Elías, también se secó por completo. Pero Dios es fiel, y el mismo día en que se secó el arroyo le dijo a Elías: —Levántate, vete a la ciudad de Sarepta y mora allí. He aquí, Yo he dado orden allí a una mujer viuda para que te sustente. Sarepta se encontraba a 150 km al norte. Elías hubo de emprender aquel peligroso viaje a pie. Tras varios días de caminar por parajes desolados, laderas rocosas y senderos escarpados, arribó a Sarepta, ciudad costera situada en lo que es hoy el Líbano. Agotado, agobiado por el calor y cubierto de polvo, al acercarse a la puerta de la ciudad se fijó en una mujer que recogía ramas. —¡Agua! —le gritó desesperado—. ¡Por favor, tráeme un vaso de agua para beber! La mujer se compadeció de aquel desconocido exhausto. Cuando se levantó para ir a buscar agua, él le dijo: —¿Podrías traerme algo de comer también? Te lo suplico. Volviéndose, la mujer respondió: —¡Vive el Señor tu Dios, no tengo siquiera un trozo de pan, sino solamente un puñado de harina y un poco de aceite en una vasija! Mira, he venido a recoger algunas ramitas con qué cocinar, para llevarlas a casa y preparar una última comida para mi hijo y para mí, a fin de que comamos y luego nos dejemos morir. Seguramente en aquel momento Elías comprendió que aquella era la pobre viuda que el Señor había prometido que le daría comida y ayuda. Entonces le dijo con convicción: —No temas. Ve y haz como has dicho. Pero hazme a mí primero una pequeña torta y tráemela. Después haz algo para ti y para tu hijo. A continuación profetizó: —Porque el Señor Dios de Israel ha dicho así: «¡La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la tierra!» ¡La mujer debió de quedarse pasmada al oír aquel anuncio extraordinario! Hasta puede que pensara: «Le dije que soy muy pobre, y que estoy juntando ramitas para preparar una última comida para mi hijo y para mí, porque luego nos vamos a morir de hambre, ¡y él me pide que prepare primero un pan para él!» Pero como Elías le había hablado con tanta autoridad en el nombre del Señor, ella sabía que debía de tratarse de un hombre de fe, de un profeta, y le creyó. Decidió confiar en el Señor y hacer lo que Elías le pedía. Volvió rápidamente a su casa y sacó el último puñado de harina de la tinaja en que la guardaba. Luego tomó la vasija de aceite y vertió las últimas gotas que quedaban. Probablemente fue después de mezclar la harina y el aceite, de amasar el pan para Elías y de introducirlo en el horno de barro, cuando se llevó una sorpresa mayúscula. Imagínate a la pobre viuda ordenando las cosas mientras se hornea el pan. Al ir a guardar la vasija de aceite vacía, de pronto nota que está mucho más pesada que un rato antes. La inclina apenas un poquito y advierte estupefacta que sale de ella aceite. ¡Está llena! Rápidamente la deja en la mesa y se dirige a la tinaja donde guarda la harina. Al destaparla, ¡suelta una exclamación de asombro! En vez de estar polvorienta y vacía como unos momentos antes, está llena de harina hasta el borde. ¡Ha ocurrido un milagro! La mujer no cabe en sí de gratitud por esa manifestación tan maravillosa de la bendición del Señor. Y tal como había profetizado Elías, la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija disminuyó, durante toda la sequía. Aquella pobre viuda había salido a hacer todo lo posible por prolongar quizás unos días su vida y la de su hijo. Sin embargo, cuando apareció Elías y le dijo: «Hazme primero una torta a mí, y luego una para ti y para tu hijo», Dios la puso a prueba, para ver si iba a creer en Él y dar preferencia a Su mensajero. Ella lo hizo, y en consecuencia Dios la bendijo grandemente, ya que en el transcurso de aquellos tres largos años de escasez no se le acabó la harina de la tinaja ni el aceite de la vasija. Como ella dio lo que podía, Dios se lo devolvió con creces, y terminó con mucho más de lo que esperaba. Así obra Dios. A Él le encanta recompensarnos por todo lo que damos. Siempre nos lo reintegra con intereses. Cuanto más generosos somos, más lo es Él con nosotros. David Livingstone, el médico y explorador escocés que se aventuró a internarse en África y murió allí difundiendo el Evangelio, dijo: «¡Jamás hice un sacrificio!» A pesar de los muchos esfuerzos que había hecho y de que al final acabó ofrendando su vida por la causa, las bendiciones que Dios le dio siempre fueron mucho más numerosas. Lo que al parecer mucha gente no entiende es que la economía del Señor funciona al revés que la del mundo. La mayoría de la gente piensa: «Cuando tenga millones, cuando sea rico, tal vez entonces comience a dar algo a los demás, a ayudar a los pobres y a patrocinar la obra de Dios». Sin embargo, el Señor dice: «¡Comienza a dar lo que tienes ahora, y no solo te lo devolveré, sino que te daré más!» Para que Dios nos bendiga con liberalidad, debemos compartir con liberalidad lo que tenemos. Su Palabra dice: «Hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza» (Proverbios 11:24). Aunque no tengas mucho, Dios te bendecirá si le das a Él una parte. Y una de las maneras de hacer eso es ayudar en la medida de lo posible a los que difunden Su amor y entregan la vida por el prójimo. El apóstol Pablo escribió lo siguiente a un grupo de creyentes a quienes había convertido: «Si en ustedes sembramos lo espiritual, ¿será demasiado que de ustedes cosechemos lo material? El Señor [ordenó] que los que proclaman el Evangelio, vivan del Evangelio» (1 Corintios 9:11,14, NBLH). Así espera Dios que se mantengan Sus obreros. Y nunca se olvida de bendecir como corresponde a quienes con sus aportes hacen posible la labor de esas personas. Jesús prometió: «Cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto les digo que no perderá su recompensa» (Mateo 10:42). Y: «Todo lo que hicieron por uno de estos hermanos Míos más humildes, por Mí mismo lo hicieron» (Mateo 25:40, DHH). De modo que aunque no puedas dedicar mucho tiempo a transmitir el amor y la verdad de Dios, ni a atender a los necesitados, eso no quita que no puedas llegar a ser una parte muy importante de la obra de Dios ayudando por medio de tus aportes a quienes se dedican a Él. Dios, además, recompensará tu generosidad. «Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medis, os volveran a medir. (lucas 6:38)
Adaptación de 1 Reyes, capítulo 17 Lo que vamos a relatar aconteció en Israel alrededor del año 850 a.C. Era una época triste y difícil para la nación hebrea, que vivía sujeta al yugo del peor rey que había tenido hasta entonces: Acab. Éste se hallaba bajo el influjo de Jezabel, su maligna esposa, la cual había abrazado como religión el baalismo, el culto a Baal, un dios de los paganos. Bajo el impío reinado de Acab y Jezabel, los profetas del Dios verdadero fueron liquidados sistemáticamente y el baalismo se convirtió en la religión oficial del Estado. Con el objeto de dar a conocer Su desagrado, Dios envió a Acab a Su profeta Elías con un durísimo presagio: —¡Vive el Señor, Dios de Israel, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra! Luego de dar aquella advertencia, Elías huyó al desierto, donde se ocultó de los soldados de Acab. El Señor lo condujo a una garganta solitaria por donde corría un pequeño arroyo del que podía beber, y donde fue alimentado milagrosamente por unos cuervos a los que Dios ordenó que le llevaran todos los días pequeños trozos de pan y de carne. Tal como había vaticinado Elías, no cayó ni una gota de lluvia, y una inclemente sequía se abatió sobre el país. A medida que transcurrían los meses, el sol abrasador iba quemando la tierra de Israel. Los cultivos y las fuentes de agua se secaron, y se produjo una gran escasez. Con el tiempo, el arroyo Querit, de donde sacaba agua Elías, también se secó por completo. Pero Dios es fiel, y el mismo día en que se secó el arroyo le dijo a Elías: —Levántate, vete a la ciudad de Sarepta y mora allí. He aquí, Yo he dado orden allí a una mujer viuda para que te sustente. Sarepta se encontraba a 150 km al norte. Elías hubo de emprender aquel peligroso viaje a pie. Tras varios días de caminar por parajes desolados, laderas rocosas y senderos escarpados, arribó a Sarepta, ciudad costera situada en lo que es hoy el Líbano. Agotado, agobiado por el calor y cubierto de polvo, al acercarse a la puerta de la ciudad se fijó en una mujer que recogía ramas. —¡Agua! —le gritó desesperado—. ¡Por favor, tráeme un vaso de agua para beber! La mujer se compadeció de aquel desconocido exhausto. Cuando se levantó para ir a buscar agua, él le dijo: —¿Podrías traerme algo de comer también? Te lo suplico. Volviéndose, la mujer respondió: —¡Vive el Señor tu Dios, no tengo siquiera un trozo de pan, sino solamente un puñado de harina y un poco de aceite en una vasija! Mira, he venido a recoger algunas ramitas con qué cocinar, para llevarlas a casa y preparar una última comida para mi hijo y para mí, a fin de que comamos y luego nos dejemos morir. Seguramente en aquel momento Elías comprendió que aquella era la pobre viuda que el Señor había prometido que le daría comida y ayuda. Entonces le dijo con convicción: —No temas. Ve y haz como has dicho. Pero hazme a mí primero una pequeña torta y tráemela. Después haz algo para ti y para tu hijo. A continuación profetizó: —Porque el Señor Dios de Israel ha dicho así: «¡La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la tierra!» ¡La mujer debió de quedarse pasmada al oír aquel anuncio extraordinario! Hasta puede que pensara: «Le dije que soy muy pobre, y que estoy juntando ramitas para preparar una última comida para mi hijo y para mí, porque luego nos vamos a morir de hambre, ¡y él me pide que prepare primero un pan para él!» Pero como Elías le había hablado con tanta autoridad en el nombre del Señor, ella sabía que debía de tratarse de un hombre de fe, de un profeta, y le creyó. Decidió confiar en el Señor y hacer lo que Elías le pedía. Volvió rápidamente a su casa y sacó el último puñado de harina de la tinaja en que la guardaba. Luego tomó la vasija de aceite y vertió las últimas gotas que quedaban. Probablemente fue después de mezclar la harina y el aceite, de amasar el pan para Elías y de introducirlo en el horno de barro, cuando se llevó una sorpresa mayúscula. Imagínate a la pobre viuda ordenando las cosas mientras se hornea el pan. Al ir a guardar la vasija de aceite vacía, de pronto nota que está mucho más pesada que un rato antes. La inclina apenas un poquito y advierte estupefacta que sale de ella aceite. ¡Está llena! Rápidamente la deja en la mesa y se dirige a la tinaja donde guarda la harina. Al destaparla, ¡suelta una exclamación de asombro! En vez de estar polvorienta y vacía como unos momentos antes, está llena de harina hasta el borde. ¡Ha ocurrido un milagro! La mujer no cabe en sí de gratitud por esa manifestación tan maravillosa de la bendición del Señor. Y tal como había profetizado Elías, la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija disminuyó, durante toda la sequía. Aquella pobre viuda había salido a hacer todo lo posible por prolongar quizás unos días su vida y la de su hijo. Sin embargo, cuando apareció Elías y le dijo: «Hazme primero una torta a mí, y luego una para ti y para tu hijo», Dios la puso a prueba, para ver si iba a creer en Él y dar preferencia a Su mensajero. Ella lo hizo, y en consecuencia Dios la bendijo grandemente, ya que en el transcurso de aquellos tres largos años de escasez no se le acabó la harina de la tinaja ni el aceite de la vasija. Como ella dio lo que podía, Dios se lo devolvió con creces, y terminó con mucho más de lo que esperaba. Así obra Dios. A Él le encanta recompensarnos por todo lo que damos. Siempre nos lo reintegra con intereses. Cuanto más generosos somos, más lo es Él con nosotros. David Livingstone, el médico y explorador escocés que se aventuró a internarse en África y murió allí difundiendo el Evangelio, dijo: «¡Jamás hice un sacrificio!» A pesar de los muchos esfuerzos que había hecho y de que al final acabó ofrendando su vida por la causa, las bendiciones que Dios le dio siempre fueron mucho más numerosas. Lo que al parecer mucha gente no entiende es que la economía del Señor funciona al revés que la del mundo. La mayoría de la gente piensa: «Cuando tenga millones, cuando sea rico, tal vez entonces comience a dar algo a los demás, a ayudar a los pobres y a patrocinar la obra de Dios». Sin embargo, el Señor dice: «¡Comienza a dar lo que tienes ahora, y no solo te lo devolveré, sino que te daré más!» Para que Dios nos bendiga con liberalidad, debemos compartir con liberalidad lo que tenemos. Su Palabra dice: «Hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza» (Proverbios 11:24). Aunque no tengas mucho, Dios te bendecirá si le das a Él una parte. Y una de las maneras de hacer eso es ayudar en la medida de lo posible a los que difunden Su amor y entregan la vida por el prójimo. El apóstol Pablo escribió lo siguiente a un grupo de creyentes a quienes había convertido: «Si en ustedes sembramos lo espiritual, ¿será demasiado que de ustedes cosechemos lo material? El Señor [ordenó] que los que proclaman el Evangelio, vivan del Evangelio» (1 Corintios 9:11,14, NBLH). Así espera Dios que se mantengan Sus obreros. Y nunca se olvida de bendecir como corresponde a quienes con sus aportes hacen posible la labor de esas personas. Jesús prometió: «Cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto les digo que no perderá su recompensa» (Mateo 10:42). Y: «Todo lo que hicieron por uno de estos hermanos Míos más humildes, por Mí mismo lo hicieron» (Mateo 25:40, DHH). De modo que aunque no puedas dedicar mucho tiempo a transmitir el amor y la verdad de Dios, ni a atender a los necesitados, eso no quita que no puedas llegar a ser una parte muy importante de la obra de Dios ayudando por medio de tus aportes a quienes se dedican a Él. Dios, además, recompensará tu generosidad. «Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medis, os volveran a medir. (lucas 6:38)
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