viernes, 13 de noviembre de 2009

Gozo de la vida


Si tú recibieras muy buena paga como artista, formaras parte de una banda de música popular, trabajaras para una productora de multimedia y acabaras de firmar contratos para producir videos musicales y conducir un programa radial, si a los diecinueve años ya estuvieras adquiriendo fama, ¿te resultaría atractiva la dura y a veces sacrificada vida en el seno de una organización de voluntarios cristianos plenamente consagrados? Cuando Dios me llamó a llevar una vida de mayor dedicación y servicio, tardé tres años en decirle que sí y hacer lo que me pedía. Había encontrado un lugar cómodo y respetado en la sociedad, y no tenía el menor deseo de renunciarlo. Pero durante tres años, a modo de sueño recurrente, Dios no dejó de hablarme al corazón. Mis padres son misioneros. Sabía, pues, lo que era una vida de servicio y había sido feliz durante dieciséis años. Entonces el mundo me pegó un tirón. Me había acostumbrado tanto a todo lo bueno que tenía que dejé de valorarlo. Cuando digo lo bueno me refiero a mi servicio al Señor, que poco a poco fui abandonando junto con otras cosas que ya no creía necesitar. Me imagino que mis sueños eran los típicos de cualquier adolescente: tener éxito; ser diferente pero gozar de la admiración de los demás; ser reconocida, ser alguien. También anhelaba aventuras y seguridad económica. Por algún motivo, esas cosas se me dieron con más facilidad que a la mayoría de los jóvenes. Fue entonces que comencé a olvidarme de los verdaderos tesoros que poseía, las bendiciones que me había otorgado Dios: auténtica felicidad, satisfacción y un sentimiento de realización que había descubierto ayudando a los demás. Aquellos años de indecisión estuvieron plagados de altibajos que sometieron mi fe a grandes pruebas. Se me fueron presentando oportunidades de trabajo cada vez más atractivas. Entre ellas, un ofrecimiento para ayudar a redactar el guión de un largometraje, producirlo y actuar en él. Mientras tanto, mi vida se iba deshilachando. En mi búsqueda de gratificación personal, tomé decisiones que hirieron a otros. Buenos amigos me vieron cambiar para peor y se alejaron. En la misma proporción en que aumentaba mi ganancia en las cosas del mundo, se agudizaba mi pérdida de lo verdaderamente importante. Finalmente, vacía, avergonzada y enojada conmigo misma, tuve que elegir entre aquellas dos vidas. Una parte de mí me instaba a darme por vencida —perder toda fe en mí misma y en Dios—; pero algo me rogaba que no lo hiciera. Dios nunca se dio por vencido conmigo. En enero de 2002 tomé un avión en Filipinas, mi tierra natal, con rumbo a Tailandia, donde Dios me había llamado a prestar servicio. Requirió mucha fe y valor de mi parte decirle a Dios que iba a dejar de vivir para el mundo. Sin embargo, el final feliz de mi relato es que Dios me dio la fe y el valor que necesitaba. Hoy en día, soy más feliz de lo que he sido en mucho tiempo, pues mi vida está en buenas manos: las de Dios. Además, el sueldo que Él me paga cubre todos mis gastos, con ciertos incentivos y complementos que el mundo nunca me ofrecería. ¿Que si tengo éxito? ¿Aventuras? ¿Seguridad? ¿Hago algo que valga la pena? ¡Sí! Todo eso y mucho más. Soy plena seguidora de Jesús y gozo de la vida. Y estoy orgullosa de ello.

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