viernes, 13 de noviembre de 2009

Una pelota de fútbol y un mar de sonrisas


Soy padre de una numerosa familia, de profesión misionero, aunque en ocasiones me desempeño como entrenador deportivo. Durante los dos años que estuvimos en la India siempre llevaba implementos de deporte cuando viajábamos. Nuestra estadía allá nos ofreció muchas experiencias gratificantes y muchos retos. Nuestros seis hijos adolescentes ayudaban como voluntarios en varias clínicas, en las que procuraban alegrar la vida y aliviar el sufrimiento de numerosos niños con enfermedades terminales. También daban clase en un hogar de niños que habían quedado huérfanos a causa del sida. Viajamos a sitios donde se habían producido catástrofes naturales llevando agua, alimentos, ropa y otros suministros. Por lo visto, dondequiera que fuéramos, alguien tenía necesidad de aliento o asistencia. Un día sábado, al cabo de una semana muy intensa, preparamos una merienda y nos llevamos una pelota de fútbol a una cancha de críquet que había junto a los terrenos de una universidad. La densidad de los árboles y de los matorrales nos recordaba el norte de California, de donde somos. El día era perfecto, y el sitio también. «¡Cuánta belleza, cuánta paz, cuánto reposo! —pensé—. ¡Esto va a ser estupendo! ¡Nada de gente, nada de tráfico, nada de trabajo! ¡Solo la compañía de mi familia! ¡Un paraíso!» Saqué mi vieja pelota de fútbol y se la tiré a una de las chicas. Ni bien habíamos comenzado a patearla, emergió del bosque un nutrido grupo de niños de un barrio marginal. Por lo visto, llevaban un rato allí observando con curiosidad cada uno de nuestros movimientos. Al ver la pelota, no pudieron resistir la tentación de acercarse. En un abrir y cerrar de ojos, estábamos ante más de cincuenta niños de seis a trece años de edad, todos con evidentes ansias de participar en la diversión. Vestían harapos y andaban descalzos y despeinados, pero lucían hermosas sonrisas. Todos esperaban algo de aquella familia de extranjeros. Les pedí que se reunieran en torno a mí y traté de hacerme oír por encima de la conmoción. Al hacerse patente que la mayoría no hablaba inglés, pedí que alguien me tradujera. Un chico mayor dio un paso al frente. Saqué mi silbato y comencé a explicar las reglas. Del mayor al menor todos escucharon respetuosamente y asintieron con la cabeza. Hicimos los equipos y empezamos a jugar. Durante horas corrimos por la cancha tras aquella pelota como un enjambre de abejas. Nos olvidamos de los equipos, de las reglas, de los goles. Aquellos niños lo único que querían era patear la pelota. Era increíble ver tantas sonrisas y tanta alegría. De vez en cuando, alguien pateaba la pelota lejos del conglomerado de personitas hacia un sector libre de la cancha. Cuando ocurría eso, siempre era el mismo muchachito el primero en llegar al balón y reclamarlo para sí. Se iba entonces corriendo y pateando la pelota lejos de todos los demás hasta que alguien le daba alcance y lo traía nuevamente al grupo. Por mucho que hacía sonar el silbato y por mucho que le gritaran los demás niños, nadie podía conseguir que regresara con la pelota. Yo finalmente, desconcertado, le pregunté a mi joven intérprete por qué aquel muchachito no se detenía cuando hacía sonar el silbato. —Es que es sordo, señor —me respondió. Después de mucho rato paramos de jugar, y los niños se juntaron a mi alrededor en la mitad de la cancha para despedirse. Quedé extenuado pero inmensamente satisfecho. El mar de rostros sonrientes me enterneció el corazón. Cuando prácticamente todos los niños se habían marchado a las chozas y tugurios que tenía por hogares, dos de ellos se acercaron. Uno montaba una bicicleta, y el otro la iba empujando. El más jovencito, que iba en la bicicleta, quería decirme algo. Con una sonrisa radiante que jamás olvidaré exclamó: —¡Gracias, señor, por un día tan feliz! ¡Lo pasé muy bien! —De nada —repliqué—; pero no recuerdo haberte visto en la cancha. En ese momento entendí por qué su amigo lo empujaba. Tenía las piernas paralizadas y deformadas por la polio. Mi mirada de consternación y asombro solo suscitó en él otra hermosa sonrisa. Mientras lo empujaban hacia su casa, se dio la vuelta y me dijo: —Lo pasé muy bien viéndolos jugar con mis hermanos y amigos. ¡Gracias, señor, gracias! Había acudido a aquel sitio en busca de un rato de esparcimiento con mi familia, y en cambio aprendí una hermosa enseñanza. Cuando pensé que estaba agotado, que había dado todo lo que tenía y que era hora de relajarme y atender un poco a los míos, Dios puso en mi camino a otros que precisaban Su amor. Él renovó mis fuerzas de la forma en que menos lo esperaba. La alegría de brindar algo a los demás disipó el cansancio y la sensación de agobio que me embargaban.

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