sábado, 21 de noviembre de 2009

Fuerzas para perdonar


Descubrí la fuerza del perdón una tarde de julio de 1976. Fue durante el régimen de Idi Amin, cuando Uganda se había paralizado. El trabajo, la economía, la infraestructura, la educación, todo se había detenido. Yo estudiaba en la Universidad Makerere, acababa de casarme y estaba embarazada. Dado que la universidad no contaba con elementos de primera necesidad y los profesores no tenían combustible para desplazarse hasta el recinto universitario, no venían a darnos clase. Los estudiantes íbamos a la biblioteca todas las mañanas y nos poníamos a leer allí, o bien nos llevábamos libros para estudiar en nuestro dormitorio. Como Idi Amin no había ido al colegio, no entendía por qué hacíamos eso. Pensaba que se trataba de una manifestación en su contra, por lo que de rutina enviaba soldados a la universidad para aterrorizar a los alumnos. En aquella época mi esposo estaba trabajando en la zona norte del país, cerca de la frontera con Sudán. Cada tanto venía a Kampala, o yo lo iba a ver a él, y estábamos unos días juntos. Después de pasar un fin de semana conmigo, el lunes por la mañana me dejó en la universidad. Cuando llegué a mi dormitorio, mi compañera de cuarto, Judith, y otra amiga llamada Brenda me dijeron que los soldados habían estado yendo y viniendo toda la mañana entre nuestra residencia y otra situada en el extremo opuesto del recinto universitario, provocando destrozos y golpeando a algunos de los estudiantes. Aquella no era la primera vez que sucedía eso. Periódicamente venían camiones llenos de soldados, que propinaban golpizas a los muchachos. Las chicas les gritábamos a los soldados desde los balcones que pararan, pero ellos nos contestaban que éramos mujeres estúpidas y que no sabíamos nada. Nos habíamos habituado a que no nos atacaran porque éramos mujeres. Cerca del mediodía de aquel lunes, hubo un llamado a la puerta. Pensamos que eran unos amigos que nos estaban tomando el pelo, así que les gritamos: «¡Váyanse, soldados!», y nos reímos. Ya sabes cómo son los estudiantes. Sin embargo, los golpes a la puerta se hacían cada vez más insistentes y violentos, hasta que nos dimos cuenta de que se trataba de soldados de verdad. Brenda y yo corrimos al balcón y nos pusimos en cuclillas. Judith se metió en la cama y se tapó. Unos momentos después, los soldados rompieron la puerta con tal fuerza que varios trozos de la misma y de la cerradura salieron despedidos y llegaron hasta el balcón. Los soldados irrumpieron en el cuarto gritando. Por un milagro no se percataron de que Judith estaba en la cama, pero sí nos encontraron a Brenda y a mí en el balcón. Recuerdo que pensé: «¡Me llegó la hora!» Cuando los soldados venían por alguien en particular, no había escapatoria. Nos sacaron del balcón y nos empujaron hasta el pasillo a punta de fusil. Uno de los soldados se quedó en el cuarto revisando nuestros papeles. Judith podía escucharlo a apenas un par de metros de distancia, pero él no la vio. «¡Te descubrimos! ¡Te descubrimos!», me gritaban. Parecían convencidos de que yo era una de las cabecillas. Cuando llegamos a la escalera, nos tiraron. Cada vez que nos levantábamos nos volvían a empujar. Nos caíamos, rodábamos hacia abajo, nos levantábamos y nos volvían a empujar. En cada tramo de las escaleras volvían a hacer lo mismo. Al llegar a la parte de arriba del último tramo, que era el más largo, uno de los soldados me pegó desde atrás tan fuerte que salí volando por los aires hasta dar contra el piso, donde me desmayé. Cuando los otros llegaron al pie de la escalera con Brenda, dijeron que nos llevarían a Makindye, un cuartel que en aquella época era un matadero. Pero primero nos trasladaron a la residencia Lumumba para estudiantes varones, que tiene un patio central. Allí los soldados estaban torturando a los muchachos, muchachos que conocíamos, de buen corazón. Por lo visto llevaban haciéndolo toda la mañana sin que nosotras lo supiéramos, pese a que estábamos en el edificio de al lado. Allí nos obligaron a Brenda y a mí a quedarnos un rato con los muchachos, pero enseguida nos ordenaron a todos que saliéramos y nos colocáramos frente al edificio. A mi amiga y a mí nos separaron de los demás. A mí me dijeron que me darían tratamiento especial por ser la cabecilla. Llegaron más soldados; eran cientos. Sacaron a muchas chicas más y las obligaron a reunirse con los muchachos y a gatear medio desnudas por el asfalto apuntándolas con sus fusiles. Quedaron con las rodillas peladas y ensangrentadas. Al ver lo que sucedía fuera, Judith se apenó tanto por nosotras que voluntariamente salió y se unió a ese grupo. ¡No sé si yo habría tenido las fuerzas para hacer algo así! No entiendo por qué pensaron que yo era la cabecilla. No había ningún motivo para ello. Lo sorprendente del caso es que eso fue precisamente lo que me infundió fuerzas: el saber que las acusaciones que me lanzaban a gritos no tenían ningún fundamento. A Brenda y a mí nos golpearon, nos azotaron y nos pisotearon, aunque el blanco principal fui yo. Eso se prolongó sin respiro durante varias horas. Fueron probando diversas formas crueles de tortura. No voy a entrar en detalles, pero la cosa se puso peor, sobre todo para algunas chicas a las que encontraron escondidas en sus habitaciones. ¡Ese día los soldados se regodearon con nosotras! Recuerda que yo tenía un mes de embarazo. Fue un milagro que el bebé sobreviviera. Rita tiene hoy 27 años. Presumiblemente al atardecer los soldados decidieron que ya me habían torturado bastante y me dijeron que me llevarían a Makindye, el matadero. Pero antes de morir, quise averiguar por qué me hacían todo eso. ¿Por qué me habían escogido a mí como cabecilla de entre los cientos de chicas que encontraron en la residencia? No había dicho ni mu en todo el día. No había llorado. No había gritado. No me había resistido en modo alguno. Me comporté como si fuera un trozo de madera. Pero en ese momento, algo dentro de mí ansiaba preguntarles por qué me hacían todo eso. Claro que otra parte de mí me decía que si se lo preguntaba, se ensañarían aún más conmigo. Entonces una voz interior me dijo: «Míralos a los ojos. Ahí encontrarás el porqué de todo esto». Total que los miré a los ojos y me quedé sorprendida. Pese a las maldiciones y bravatas que me lanzaban, ¡por dentro les dolía! Contrariamente a lo que había pensado todo el rato, les desagradaba lo que estaban haciendo. Sentí tal compasión de ellos que antes de morir quise decirles que los entendía, que no se preocuparan. Pero ¿cómo expresárselo? Aunque todavía me estaban golpeando y torturando, pensé: «Tal vez si les hablo de algo que tengamos en común, recapacitarán». Era una idea descabellada, pero no me importaba. No tenía nada que perder. La cuestión era ¿qué podía tener en común yo con aquellos soldados? Ellos eran tipos fornidos, y yo una mujer embarazada. Tenían armas, botas y látigos, y yo no era más que una chica indefensa. En ese momento se me ocurrió algo. «Acabas de casarte, estás embarazada. Estos hombres también deben de tener familia». —¿Qué comida les preparó su esposa anoche? —les pregunté. —¿Qué! —me contestaron sin dar crédito a lo que oían. Entonces se pusieron a hablar en kiswahili. Siempre que los soldados de Idi Amin torturaban a alguien hablaban en kiswahili. Por eso hoy en día la mayoría de los ugandeses no hablan en kiswahili. Lo relacionan con torturas y otras perversidades. —¡Qué mujer tan estúpida! —me gritaron, luego de lo cual me volvieron a pegar unas cuantas patadas. Cuando se detuvieron, respiré profundamente y les volví a preguntar: —¿Qué comida les preparó su esposa anoche? Volvieron a golpearme. Aquello continuó hasta que debieron de pensar: «Sigámosle la corriente a esta moribunda». Y empezaron a responderme: —Yo comí esto. —Yo comí aquello. Entonces les pregunté: —¿A qué colegio van sus hijos? ¿Los llevaron al colegio esta mañana? Aquellas preguntas sencillas que les hacía derivaron en una conversación. Al cabo, se sentaron conmigo debajo de un árbol, donde charlamos y nos reímos. Así como lo oyes, ¡nos reímos juntos! Brenda me dijo más tarde que al ver aquella escena se le pasó todo el dolor y el miedo. Resultó que los soldados que habían estado conmigo todo el día eran los cabecillas. Bastó una señal de ellos para que se detuviera toda la violencia, ¡de un momento para otro! Para entonces ya eran las seis y media de la tarde. Eso significa que algunos muchachos llevaban el día entero soportando torturas, y nosotras, unas seis horas. Llegaron unos camiones a llevarse a los soldados y unas ambulancias para transportar a los estudiantes más malheridos. Todo el día las puertas de la universidad habían permanecido cerradas y bajo custodia. Supongo que las ambulancias habían estado esperando fuera, pues llegaron instantes después que los soldados partieran. Los cocineros y el personal del comedor —a quienes los soldados no habían molestado— nos trajeron té y pan. Se sentaron en el suelo a nuestro lado y lloraron por nosotros. Entonces finalmente me derrumbé. No podía imaginarme lo duro que debía de haber sido para ellos presenciar todo aquello sin poder hacer nada para detenerlo. Al recordar todo eso, puedo afirmar con toda sinceridad que perdoné a aquellos soldados en el momento en que los miré a los ojos. Entonces me di cuenta de que todos —tanto los estudiantes como los soldados— éramos víctimas de algo que no entendíamos. Y cuando les pregunté por su familia, captaron el mensaje de que yo me daba cuenta de eso y que los perdonaba. También le debo mucho a mi crianza. Mis padres me enseñaron que, pese a todo, en todas las personas siempre hay algo de bueno. Tiene que haberlo, pues la Biblia dice que Dios nos creó a Su imagen. Aquella experiencia me infundió muchas fuerzas y me enseñó que nunca debo tenerle miedo a un ser humano. ¡Nunca! Eso es lo que me permite realizar la labor que hago hoy en día. Conservo la calma aun estando con soldados armados. Hasta me atrevo a entrar en zonas donde hay minas. Tengo miedo de las minas y las armas, pero no de los soldados ni de los rebeldes que llevan las armas o plantan las minas. Sé que son humanos, igual que yo, y que tenemos en común algo muy profundo que nadie nos podrá quitar nunca. Esa experiencia en la Universidad Makerere es lo que otorga legitimidad a las conferencias que doy en la actualidad acerca del perdón. Cuanto relato a la gente cómo pude perdonar y las cosas prodigiosas que sucedieron a consecuencia de ello, me escuchan. —¿Por qué habría de perdonar a alguien que no me pide perdón? —suelen preguntarme. Les contesto: —La vida es muy corta para quedarme esperando a que alguien me pida perdón. Para mí, perdonar a alguien no depende de que me pida perdón. Esa no es una condición previa. El padrenuestro no dice: «Te ruego que me perdones para que pueda perdonar a los demás». Jesús nos enseñó que debemos perdonar a los demás antes de pedir perdón. Mucho provecho me reportó aquella horrible experiencia. Lo mejor de todo es que descubrí que, al igual que todo el mundo, nací con un don maravilloso: la capacidad de amar a mi prójimo. No tuve que ganármelo. Además, comprendí que nunca se agota. ¡Cuanto más lo ejercito, más provecho le saco! • Stella Sabiiti es directora ejecutiva del Center for Conflict Resolution (CECORE), una ONG sin fines de lucro con sede en Uganda fundada en 1995 por un grupo de mujeres que aspiran a promover medios alternativos de prevenir, manejar y resolver conflictos. Ha llevado su mensaje de perdón y reconciliación a Irlanda del Norte, la cuenca del Pacífico, América del Norte y del Sur y diversos países africanos, y ha contribuido a resolver conflictos sangrientos en Uganda, la República Democrática del Congo, Liberia, Sudán, Ruanda, Burundi y otros países.

No hay comentarios:

Publicar un comentario