martes, 17 de noviembre de 2009

Esa amarga dulzura


El ruido de la batidora de mamá me llamó la atención, y me dirigí a la cocina. La encontré trabajando y me puse a observarla. Era mi oportunidad de averiguar qué le ponía a esa torta de chocolate que le quedaba tan bien. Como era de esperarse, había chocolate en barra. Eché mano de un trocito que se había desprendido de la misma y me lo puse en la boca. ¡Era amargo! Estudié las demás cosas que había sobre la mesada. Había una taza de leche cortada. ¡Qué asco! Mamá no iba a echarle eso a la torta, ¿o sí? En efecto, lo hizo, y le añadió un poco de ese espantoso bicarbonato de sodio que me obligó a tomar la última vez que sufrí de acidez estomacal. ¿Cómo podía resultar rica una torta hecha con esos ingredientes? Mamá me sonrió y me dijo que esperara hasta que estuviera lista. Aquella noche sirvió la torta de postre. Se veía tan rica como siempre, pero procedí con cuidado. Probé una migaja, luego otra más grande y finalmente un buen bocado. ¡No podía haber sabido más rica! Me olvidé de la leche cortada y del bicarbonato y le pedí otro trozo. La vida no es miel sobre hojuelas. Tiene mucho de amargo, y nos cuesta creer que de ello pueda salir algo bueno. Sin duda, no todas las cosas son buenas, pero todas ayudan a bien (Romanos 8:28). Esa es la promesa que Dios hace a quienes lo aman. Día a día nos convierte en lo que quiere que seamos. Nunca añade a nuestra vida un ingrediente por error.

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