viernes, 13 de noviembre de 2009

El ganador


El otro día estuve observando a unos niños que jugaban al fútbol. Apenas tenían cinco o seis años, pero estaban jugando un partido en serio, con todas las de la ley. Eran dos equipos con entrenadores, uniformes y un grupo de padres que presenciaba el partido desde las graderías laterales. Como no conocía a nadie, disfruté del partido sin la distracción de preocuparme por el desenlace. Lo único que me habría gustado era que los padres y los entrenadores hubieran hecho lo mismo que yo. Los equipos estaban equilibrados. Por llamarlos de alguna manera, me referiré a ellos como Equipo Uno y Equipo Dos. En el primer tiempo nadie marcó un gol. Era bastante gracioso. Los chiquillos se mostraban torpes y serios a la vez, como solo pueden ser los niños. Tropezaban con sus propios pies, se caían encima de la pelota y la pifiaban a cada rato. Pero nada de eso les importaba; ¡se lo estaban pasando en grande! Para el segundo tiempo, el entrenador del Equipo Uno retiró a los que debían de ser sus mejores jugadores y puso a los de reserva. Solo dejó al mejor, que era el portero. El partido experimentó un giro dramático. Será que ganar es importante aunque se tengan cinco años, porque el entrenador del Equipo Dos dejó a sus mejores jugadores, y los suplentes del Equipo Uno no podían hacerles frente. Los jugadores del Equipo Dos se concentraron en torno al chico de la portería contraria. Era bastante bueno para su edad, pero no podía con tres o cuatro que eran tan buenos como él. El Equipo Dos empezó a meter goles. El solitario guardameta puso todo su empeño, tirándose sin parar hacia la pelota cada vez que ésta se acercaba al arco. Se lanzaba temerariamente en un intentando por detenerla. El Equipo Dos metió dos goles consecutivos. El pequeño arquero estaba frenético. Fuera de sí, gritaba, corría y se arrojaba con todas sus fuerzas. En un esfuerzo supremo, consiguió por fin cubrir a uno de los chicos que se acercaba a la meta. Pero este pasó el balón a otro que estaba cerca y, cuando volvió a su posición, ya era tarde. Metieron el tercer gol. No tardé en darme cuenta de quiénes eran los padres del portero. Parecían personas decentes y bien educadas. Se veía que el padre venía de la oficina, pues andaba de traje y corbata. Animaban a su hijo con voces. Yo estaba absorto contemplando al chico en la cancha y a sus padres a un lado del campo de juego. Después del tercer gol, el niño ya no era el mismo. Se daba cuenta de que no tenía caso; no lograría detener los goles. Siguió jugando, pero se percibía en él cierta desesperación. Se le notaba en el rostro que estaba convencido de que todos sus esfuerzos serían inútiles. El padre también cambió. Hasta ese momento había instado a su hijo a esforzarse más, le daba consejos a voces y lo animaba. Ahora se le veía ansioso. Le dijo que no se preocupara ni se diera por vencido. Sufría por el dolor que sabía que experimentaba su hijo. Luego del cuarto gol, me imaginé lo que iba a pasar. No era la primera vez que lo presenciaba. El niño necesitaba ayuda, y no era posible dársela. Sacó la pelota del arco, se la entregó al árbitro y se puso a llorar. Gruesos lagrimones le rodaban por las mejillas. Luego cayó de rodillas. Vi que el padre se acercaba a la cancha. La esposa lo asió de la muñeca y le suplicó: —Jaime, no. Lo vas a avergonzar. El padre se soltó y corrió hacia el campo de juego. Era inoportuno, pues el partido no había terminado. Iba con traje, corbata y zapatos finos. Se lanzó a la cancha y tomó en brazos al niño. En ese momento todos comprendieron que era su hijo. Lo abrazó, lo besó y lloró con él. Nunca me había sentido tan orgulloso de nadie como de ese padre. Luego lo sacó en brazos del terreno de juego. Cuando llegaron cerca de la línea de banda, alcancé a oír que le decía: —Estoy orgulloso de ti. Has estado fabuloso. Quiero que todos sepan que eres hijo mío. —Papá —contestó el niño entre sollozos—, no podía tapar los goles. Hacía lo que podía, pero igual me los metían. —Miguelín, da igual cuántos goles te hayan metido. Eres mi hijo y estoy orgulloso de ti. Quiero que vuelvas a la cancha y te quedes hasta el final del partido. Ya sé que quieres darte por vencido, pero no puedes. Te van a seguir metiendo goles, pero no importa. Anda, ve. Aquellas palabras fueron decisivas; no me cupo duda de ello. Cuando no tenemos a nadie que nos ayude y no podemos evitar que nos metan un gol tras otro, es muy importante saber que nuestros seres queridos nos quieren de todos modos. El chiquillo volvió corriendo al campo de juego. El Equipo Dos metió dos goles más, pero ya no era tan trágico. A mí me meten goles todos los días. Me esfuerzo mucho. De modo temerario me arrojo en todas direcciones. Me pongo frenético. Lucho con todas mis fuerzas. Lloro y me postro de rodillas sabiéndome indefenso. Así y todo, mi Padre celestial sale a mi encuentro en la cancha. Entonces, ante la muchedumbre de espectadores —todos los que se mofan y se ríen de mí—, me levanta, me abraza y me asegura: «¡Estoy orgulloso de ti! Estuviste fantástico. Quiero que todos sepan que eres hijo Mío. Y como soy Yo el que determina el resultado del partido, decreto que ¡eres el ganador!»

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