domingo, 8 de noviembre de 2009

El amor le inspiró un recurso


«La fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios» (Romanos 10:17). La fe incluso puede nacer en alguien luego de oír tus palabras o tu testimonio. Hasta puede brotar en un amigo o familiar tuyo o en una persona interesada cuando reciba una carta tuya que —contenga Palabras de Dios. Me viene a la memoria la historia de un chiquillo lisiado del que me hablaron cuando era joven. Se llamaba Tommy. Vivía muy humildemente con una tía suya en un pequeño apartamento del tercer piso de un edificio viejo y ruinoso que daba a una calle bastante transitada. El chico tenía sus facultades físicas tan disminuidas que no podía levantarse de la cama. Un día pidió a un vendedor de periódicos amigo suyo que le trajera el libro que hablaba de un hombre que fue por todas partes haciendo el bien. El otro chiquillo buscó y rebuscó aquel libro sin título hasta que un librero finalmente cayó en la cuenta de que debía de referirse a la Biblia y la vida de Jesús. El vendedor de diarios juntó sus escasos ahorros, y el librero, que era un hombre bondadoso, le entregó un ejemplar del Nuevo Testamento. Enseguida el muchacho se lo llevó a Tommy. Los dos niños comenzaron a leerlo juntos y al cabo de un tiempo Tommy comprendió el mensaje de salvación que contenía. Aceptó el regalo de vida eterna que le ofrecía Jesús y resolvió dedicarse él también a hacer el bien, como el hombre tan extraordinario del libro. El problema es que Tommy era inválido, y ni siquiera estaba en condiciones de salir de aquel apartamento de un solo ambiente. De modo que luego de orar y pedir a Jesús que lo ayudara, le vino una idea providencial. Laboriosamente se dedicó a copiar en papelitos algunos versos de la Biblia que pudieran ayudar a otras personas. Luego los arrojaba por la ventana para que cayeran en la acera de aquella céntrica calle. Los transeúntes los veían caer revoloteando y la curiosidad los llevaba a recogerlos para ver de qué trataban. Al leerlos descubrían que hablaban del hombre que fue por todas partes haciendo el bien: Jesucristo. Muchos de ellos cobraban ánimo, encontraban consuelo y ayuda y obtenían la Salvación gracias a la sencilla obra misionera de aquel pequeño lector de la Biblia. Cierto día un acaudalado empresario llegó a conocer a Jesús al leer uno de aquellos versículos. Deseoso de averiguar su procedencia, retornó al lugar donde había hallado el papelito que lo había conducido a su Salvador. De pronto notó que otros papelitos caían a la acera. Observó que a una agobiada anciana se le iluminaba el rostro y que cobraba renovadas fuerzas luego de agacharse con dificultad para recoger una de aquellas misteriosas misivas y leerla. El empresario se quedó parado en aquel lugar con la mirada fija hacia arriba, resuelto a determinar el origen de aquellos papelitos. Tuvo que esperar bastante rato, pues al pobre Tommy le tomaba varios minutos de esfuerzo garabatear siquiera un verso en un papelito. De repente, se fijó en una ventanita por la cual vio extenderse una escuálida mano que arrojó un papelito igual al que había transformado por completo su vida. Tomó nota de la ubicación exacta de la ventana, subió presuroso las escaleras del viejo edificio y finalmente encontró la humilde morada del pequeño Tommy, el misionero lisiado. Enseguida el empresario entabló amistad con el muchacho y le proporcionó toda la ayuda y atención médica que pudo. Un día le preguntó si le gustaría irse a vivir con él a su mansión, ubicada en las afueras de la ciudad. La respuesta de Tommy le causó asombro: —Tendré que consultarlo con mi Amigo —dijo, refiriéndose a Jesús. Al día siguiente, el empresario regresó con gran expectativa por saber la respuesta de Tommy. Le resultó extraño que el chiquillo le hiciera más preguntas: —¿Dónde dijo usted que quedaba su casa? —Ah —contestó el empresario—, en el campo, en una extensa y hermosa propiedad. Tendrás un cuarto muy bonito para ti solo, sirvientes que te cuiden, comidas deliciosas, una buena cama, todas las comodidades y atenciones habidas y por haber y cualquier cosa que quieras. Mi esposa y yo te prodigaremos todo nuestro cariño y te cuidaremos como si fueras hijo nuestro. Titubeando, Tommy preguntó: —¿Y pasará alguien delante de mi ventana? Sorprendido, el empresario respondió: —Pues... no. De vez cuando algún sirviente. Tal vez el jardinero. Es que no entiendes, Tommy. Se trata de una magnífica casa de campo, lejos del tumulto de la ciudad. Allí gozarás de tranquilidad y podrás leer, descansar y hacer todo lo que desees, lejos de toda esta mugre y contaminación, del ruido y de las aglomeraciones de gente. Al cabo de un largo silencio durante el cual Tommy reflexionó profundamente, su expresión se tornó triste, pues no quería ofender a aquel caballero de quien se había hecho amigo. Al fin, con los ojos llenos de lágrimas, dijo en voz baja, pero con firmeza: —Lo siento, pero nunca podría vivir en un sitio donde nadie pasara frente a mi ventana. El muchacho de este relato era tan sencillo y tan desvalido que fácilmente habríamos podido prescribir que era incapaz de desempeñar un apostolado. Pero movido por amor descubrió un medio de ayudar. Todos los días pasa alguien delante de la ventana de tu vida. ¿Ha hallado tu amor la forma de ayudarlo? ¿Te ha indicado Jesús cómo puedes ayudar a esa persona? Lo hará si lo deseas, sean cuales fueren las circunstancias en que te encuentres o las limitaciones a las que estés sujeto. Dios también tiene una ventana, y ha prometido que si le obedecemos y abrimos a los demás la ventana de nuestra vida, Él «abrirá las ventanas de los Cielos y derramará bendición hasta que sobreabunde» (Malaquías 3:10).

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