miércoles, 18 de noviembre de 2009

El abecé de la sanación


Durante muchísimo tiempo traté de dar con la fórmula precisa para la curación. Quería reducirlo todo a dos o tres pasos sencillos y poder decir: «El que quiera curarse no tiene más que hacer esto y lo otro». Pero finalmente arribé a la conclusión de que no funciona así. Si dos personas ensayaran el mismo método es probable que a una le diera resultado y a la otra no. Cuanto más estudié diversos casos, más me di cuenta de que cada uno era diferente. Por lo visto el Señor trata de distinta manera a cada uno, ajustándose a sus necesidades particulares y a cuál sea Su divina voluntad para esa persona en concreto. No hay dos seres humanos que sean iguales en todo, y el Señor obra de forma muy disímil en la vida de cada uno, no sólo en lo que se refiere a la curación, sino también en cuanto a las circunstancias de cada uno, las lecciones que le enseña, las pruebas a las que lo somete y las bendiciones que le concede. Es desde todo punto de vista imposible dar un consejo de aplicación universal, porque el Señor no sigue un patrón fijo para sanar a todos. Seguramente por eso al leer relatos de sanación, a veces algunos pueden parecernos contradictorios. En unos casos el Señor se vale de remedios naturales; en otros, de las recetas y conocimientos de los médicos; y en otros obra sin ayuda de nada ni nadie. Si entendiéramos que en cada situación el Señor actúa de distinta manera, comprenderíamos mejor por qué en unas ocasiones nos cura y en otras no, al menos no de inmediato. Estoy convencida de que si logramos entender esto no nos angustiaremos cuando oremos para curarnos y no suceda nada inmediatamente. Además, tendremos más compasión de otras personas enfermas o que sufran dolencias crónicas, y no nos erigiremos en jueces de ellas. La obra de la sabiduría divina Tanto física como espiritualmente, cada uno de nosotros es un ser muy complejo. El Señor nos ha dotado de dones, aptitudes, atributos físicos y espirituales, deficiencias y puntos fuertes y flacos muy dispares, de tal manera que no hay dos personas idénticas. Nuestro Creador nos conoce mejor que nosotros mismos. Sabe todo sobre nosotros: conoce cada pensamiento, cada debilidad, cada alegría, cada necesidad que tenemos. Sabe ni más ni menos cómo enseñarnos lo que quiere que aprendamos. Sabe las pruebas y batallas que nos hace falta soportar para convertirnos en las personas que Él quiere que seamos, y nos las administra en las dosis exactas, nunca de más y nunca de menos. Pues lo mismo hace con nuestras enfermedades y nuestra salud. Dos personas pueden tener una misma dolencia; ambas pueden orar para recuperar la salud; pero una se cura al momento y la otra tarda años. ¿Quiere eso decir que una es espiritualmente más fuerte y tiene una relación más estrecha con el Señor que la otra? No necesariamente. Puede que Él permitiera que las dos se enfermaran por motivos muy dispares. Y si los motivos que los que dejó que padecieran esa enfermedad son diferentes, también pueden serlo las razones para curarlas o para no hacerlo. Podría ser que la primera persona necesitaba que le bajaran un poco los humos, y por eso dejó el Señor que enfermara. Una vez que la dolencia ha cumplido su finalidad, Dios la sana. En el caso de la otra, a lo mejor el Señor sabe que tiene que soportar la enfermedad por más tiempo a fin de aprender paciencia o para que se cumpla algún otro propósito en la vida de ella. En todo caso, las dolencias en el fondo son buenas para nosotros, por cuanto traen aparejada la posibilidad de hacernos acreedores a bendiciones espirituales. Fe para curarse Yo sufro de una grave enfermedad de la vista, presuntamente incurable; sin embargo, tengo fe para curarme. Tengo fe en que Dios me va a curar en esta vida, porque me lo ha prometido personalmente, y yo le creo. La fe es un don de Dios que viene de oír Su Palabra (Efesios 2:8; Romanos 10:17); y yo la he oído y la creo. No sé cuándo sucederá ese milagro, porque el Señor no me lo ha dicho. Sin embargo, no me cabe duda de que tarde o temprano se producirá. Si Él no quiere sanarme ahora mismo, no me dará fe para una sanación inmediata. En todo caso, sí tengo fe para curarme algún día. Sé que el Señor obrará en mí cuando le parezca oportuno. La fe que tengo consiste en confiarle de lleno mi vida, mi salud y mis ojos, sabiendo que no hará otra cosa que lo que considere más conveniente para mí. Tengo fe en que Sus caminos y Sus pensamientos son más altos que los míos (Isaías 55:8,9). Estoy convencida de que me curará conforme a Su plan y a Su cronograma, de que Él sabe qué es lo que más me conviene y cuándo será el momento oportuno para sanarme del todo. Para mí esa es la mejor fe que hay: saber que todo está en manos del Señor y confiar en que hará que todo salga según Él quiere, que ya me sacará adelante como sea. En realidad no se trata únicamente de tener fe para curarse, sino de tenerla para aceptar los designios divinos, sean cuales sean en la vida de cada uno. Los que arrastran enfermedades o lesiones desde hace tiempo han tenido que seguir adelante aun sin haber sanado. Cuando después de meses la dolencia no desaparece, no les queda otra que persistir y confiar en que el Señor los curará más adelante, o bien les dará la gracia para aguantar y aprender lo que les quiera enseñar con todo eso. Tienen que descubrir el Romanos 8:28 del caso y aceptarlo, que «Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman». Todos los que deciden confiar en Él, perseverar y no darse por vencidos obtienen beneficios de su dolencia en forma de valiosas enseñanzas. En realidad, ¿quién tiene más fe? ¿El que se cura al instante o el que tiene que soportar la enfermedad y seguir amando al Señor y confiando en Él aunque no entienda por qué no se cura? Los dos tienen fe; pero el que tiene que soportar la dolencia necesita una fe persistente y una gran confianza en el Señor todos los días, no necesariamente para sanarse, sino en que el Señor velará por él y lo sacará adelante. Cuando Dios lo disponga Puede que el Señor no juzgue oportuno curar a algunos porque sabe que son más útiles, sumisos o receptivos a Sus enseñanzas cuando están enfermos. Si aún no ha llegado el momento de que el Señor lo sane a uno, ¿cómo va a tener fe para sanarse? Si Él quiere que el mal se prolongue, si ha hecho a la persona así y quiere que siga siendo de esa manera, ¿se va a mortificar porque no se cura? ¡No! En esas circunstancias el Señor no quiere que tenga fe para la sanación. La fe es un don de Dios. Él no nos da fe para curarnos mientras no se disponga a curarnos. En un caso así, lo que quiere es concedernos fe para soportar la dolencia, para alabarlo, darle gracias por ella y dar testimonio a los demás en nuestra enfermedad. Por otra parte, si ha llegado el momento de que nos curemos, nos da fe para ello. A veces no tenemos fe para curarnos porque el Señor no considera que haya llegado el momento. No obstante, en otros casos hay quienes no tienen fe para sanar porque no están empapados de la Palabra, no invocan Sus promesas ni cumplen con las condiciones fijadas por Él. Si no se acepta y obedece la Palabra es imposible tener fe curarse ni para ninguna otra cosa. Pero si hacemos lo que nos corresponde y el Señor opta por no sanarnos, no debemos mortificarnos. Es posible que nos falte fe para curarnos, pero eso puede remediarse por medio de la Palabra. O a lo mejor el Señor considera que todavía no ha llegado el momento de sanarnos porque quiere enseñarnos algunas cosas primero. O tal vez quiere ponernos como ejemplo de alguien que tiene gran fe en Su poder para sacarnos adelante, porque sabe que vamos a seguir siendo optimistas y positivos a pesar de la adversidad. Cualquiera que sea el caso, actuar con fe verdadera es hacer lo que nos pide el Señor en nuestro caso, conscientes de que Él sabe lo que hace, por más que no recobremos la salud. • María Fontaine DIRIGE EL MOVIMIENTO La Familia junto a su esposo, Peter Amsterdam.

No hay comentarios:

Publicar un comentario