viernes, 13 de noviembre de 2009

Diamantes de polvo


Dios montó un espectáculo lumínico el otro día, y tuvimos el privilegio de presenciarlo. Además nos dijo muchas cosas, que nos propusimos escuchar. Estoy seguro de que nos lo había enseñado antes, pero todos andábamos muy ocupados para detenernos a prestarle atención. El Señor hizo penetrar en nuestra habitación tres relucientes rayitos de luz. No se colaron por los postigos, que obstruyen la luz, sino por diminutos agujeros que la dejaron pasar. Eso me hizo pensar en nuestra vida de servicio al Señor: Cuanto más pequeños somos, más claramente ven los demás a Jesús. Cuanto menos hay de nosotros, más dejamos pasar Su luz. Eran rayos multicolores: cada uno mostraba un color distinto de la luz divina, pero provenían todos de la misma luz. Es similar a lo que dice la Biblia en el sentido de que a cada cristiano se le conceden diferentes dones, pero todos provienen del Espíritu Santo (1 Corintios 12:4). Cada persona refleja a su manera la luz de Dios. Cada cual deja brillar su luz, deja ver las obras particulares que realiza a fin de que los hombres glorifiquen la belleza de Dios (Mateo 5:16). Somos como rayitos de luz en este mundo espiritualmente tan sombrío. Hasta unos pocos haces de luz pueden destacar y hacerse notar. No creas que porque hay tanta oscuridad no vale la pena emitir una lucecita, por pequeña que sea. Ten en cuenta que en la noche la llama de una sola vela puede divisarse a más de un kilómetro de distancia. Hasta un granito de polvo, a pesar de su pequeñez, puede resplandecer como un diamante si le da un rayo de sol. Cuanto más densa es la oscuridad, más brilla la luz. Un pequeño diamante de polvo, o un rayito de sol, resaltan más cuando la habitación está muy oscura. «Cuando el pecado abunda, sobreabunda la gracia» (Romanos 5:20). No nos atrevemos a mirar directamente al Sol: nos cegaría. Pero vemos su reflejo en las cosas que ilumina. De igual forma, solo se puede ver a Dios en la medida en que Sus hijos, como diminutos diamantes de polvo, lo reflejen. La gente no puede mirar a Dios ya que Él resplandece demasiado. Se tiene que fijar en nosotros, los creyentes, para ver el reflejo que proyectamos de Él. La luz de Dios no se ve a menos que tú la reflejes. Los demás sólo verán a Dios en ti si tú lo reflejas. «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos» (Mateo 5:16). De no ser por el polvo, no se podría ver la luz; y de no ser por la luz, no se vería el polvo. Ambos son necesarios. Puede que uno nunca vuelva a ver uno de esos pequeños diamantes de polvo, puesto que algunos son impulsados hacia la luz, no brillan sino por un momento, y se desvanecen nuevamente en la oscuridad. Sólo tienen su momento de verdad. Claro que aunque resplandezcan una sola vez en la vida con la luz del Señor, vale la pena. Aunque sólo una vez en su existencia brinden vida y alegría a alguien, vale la pena. Pero si pudieran permanecer en la luz del Señor, podrían centellear hasta agotarse, tal como una vela que alumbra toda la casa hasta extinguirse. Cuanto más permanezca la motita de polvo en la luz, más tiempo brillará y seguirá siendo un diamante. Esos diamantes de polvo pueden brillar por un breve instante y luego desaparecer, como la vida del hombre, como la hierba del campo que hoy es y mañana deja de ser. ¿Qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina, un vaho que refleja por un momento los rayos de luz divinos y luego se desvanece (Salmo 103:15,16). No tenemos el mañana asegurado. Mejor será que brillemos ahora, en tanto que tenemos la luz, o caeremos en el olvido (Santiago 4:14), y nadie sabrá siquiera que hemos existido. Porque si no permanecemos en la luz divina, nadie la habrá visto reflejarse en nosotros, brillar a través de nosotros. «El que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios» (Juan 3:21). Los haces de luz que vemos siguen una línea muy recta, muy estrecha, y se difunden desde su origen en un solo sentido. Es decir, que no hay sino un camino para alcanzar la Fuente. Hay que seguir ese camino, o no se llega nunca. Jesús es la luz del mundo (Juan 8:12). Él es el único camino. Solamente en Él hay Luz. Él es el rayo recto y estrecho que lleva al amor de Dios. A menos que nos pongamos en medio de ese haz de amor, jamás brillaremos. Jesús dijo: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por Mí» (Juan 14:6). Es notable todo lo que Dios puede enseñarnos a partir de un simple rayito de luz. Basta que lo apreciemos con la sencillez de un niño. «Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los Cielos» (Mateo 18:3). Para aprender del Señor hace falta detenerse, mirar y escuchar. Si no, nos vemos desbordados por todos los afanes de esta vida, en lugar de desbordar Su verdad, amor y alegría. Somos vencidos por el mundo en vez de vencer al mundo por medio de Dios. Si vivimos muy atareados, o si andamos con muchas prisas y sumidos en nuestros afanes y asuntos particulares, nunca aprendemos nada. Observa los diamantes de polvo. No se esfuerzan por centellear y brillar. Simplemente dejan que la luz se refleje en ellos. No se afanan por brillar o moverse. No se dirigen a ninguna parte, no tienen prisa. Lo único que hacen es flotar calladamente en el aire creado por Dios. Para... mira... escucha... y deja que tus motas de polvo se tornen en diamantes que pongan de manifiesto la belleza de Dios.

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