viernes, 27 de noviembre de 2009

Curación por la vía de la humildad


Toda mi infancia fui tartamuda. Uno de los primeros recuerdos que tengo es de cuando mi mamá me decía: «Cálmate. Habla más despacio». Cada oración se me hacía difícil. A veces tardaba diez minutos en armarme de valor para preguntarle a alguien qué hora era. Me horrorizaba hablar con extraños; hablar con mi familia y mis amigos era ya un martirio, cuánto más con desconocidos. La gente me decía que no lo notaba mucho, pero era porque yo evitaba hablar. Cuando no me quedaba más remedio, escogía las palabras con pinzas, decía lo menos posible y hablaba lo más rápido que podía para evitar la vergüenza, la sensación de impotencia y las miradas de lástima. A los dieciséis años ya le había pedido tantas veces a Jesús que me sanara de mi tartamudez que prácticamente me había convencido de que no era Su voluntad que me curara. Así que resolví buscar formas de paliar aquel problema que no tenía visos de que fuera a desaparecer. A veces, sin embargo, me preguntaba adónde habían ido a parar mis múltiples oraciones. Poco me imaginaba que estaba a punto de descubrirlo. Un día, mientras pasaba un rato tranquilo con Jesús, escuché Su voz en mi interior, que me decía claramente: «En vez de pedirme que te cure, ruega que este defecto te vuelva más humilde». ¿Más humilde? ¿No era suficiente la humillación que sufría cada vez que intentaba hablar? Volví a escuchar Su voz: «Permíteme obrar en tu vida como a Mí me parezca mejor. Una vez que hayas aprendido lo que quiero enseñarte, te curaré». En ese momento supe que debía dejar de imponerle mi plan a Dios y más bien someterme al Suyo. En vez de pedirle sanación como siempre había hecho, recé para que mi tartamudez me volviera más humilde. Además puse en práctica algo que durante toda la vida había hecho lo indecible por evitar: leer en público. Me aventuré a leer en voz alta durante las reuniones a las que asisto todos los días para estudiar la Palabra de Dios y orar. Estoy segura de que no era fácil para los demás quedarse escuchando pacientemente cuando me tomaba un montón de tiempo leer un solo párrafo. Cada vez que me tocaba leer, me daba un sudor frío; pero seguía adelante. Deduje que si seguía esforzándome por superar aquellos difíciles momentos, algo cambiaría; y a la larga, eso fue precisamente lo que sucedió. Al cabo de una semana de implorarle al Señor que me volviera más humilde, mi tartamudez desapareció por completo. Eso ocurrió hace tres años; desde entonces no se me ha vuelto a trabar la lengua. ¡Me había pasado cantidad de años rezando para que Jesús me curara, cuando lo que en verdad me hacía falta era orar para hallar la voluntad de Dios y seguir Sus instrucciones! Julia Kelly es miembro de La Familia Internacional en EE.UU.

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