domingo, 8 de noviembre de 2009

¿Cuánto pesa una oración?


¿Cuánto pesa una oración? El único hombre que yo sepa que intentó pesar una, no consiguió averiguarlo. En una oportunidad pensó que sí. Fue en la época en que era dueño de una tiendecita de comestibles, justo una semana antes de la Navidad de 1918. Una mujer de aspecto fatigado entró en la tienda a pedirle los víveres necesarios para preparar una cena navideña a sus hijos. Él le preguntó de cuánto dinero disponía. —Mi marido murió en la guerra —respondió la mujer—. Con lo único que puedo pagarle es con una pequeña oración. Este hombre confiesa que en aquella época él no se conmovía con mucha facilidad. No se podía administrar una tienda de comestibles de la misma manera que una institución de caridad. Así que le dijo bruscamente: —Escríbala. Y continuó con su trabajo. Sorpresivamente, la mujer sacó de su escote un papelito, se lo entregó por encima del mostrador y dijo: —La escribí anoche, mientras cuidaba de mi bebé, que está enfermo. Sin reponerse de su asombro, el tendero tomó el papel, aunque luego se arrepintió de haberlo hecho. ¿Qué podía hacer con él? ¿Qué podía decirle? De pronto se le ocurrió una idea. Sin leer siquiera la oración, colocó el papel en uno de los platillos de su vieja balanza, diciendo: —Veamos a cuánta comida equivale. Nuevamente quedó desconcertado, pues la balanza ni se movió al poner sobre el otro platillo una barra de pan. Tampoco cambió de posición cuando fue añadiendo otras mercaderías, todo lo que encontró rápidamente a la mano, puesto que los demás clientes lo observaban. Su nerviosismo fue en aumento, y se ruborizó. Por fin dijo: —Bueno, ya no cabe nada más en la balanza. Tome esta bolsa. Y se dio la vuelta. Ahogando un sollozo, la mujer tomó la bolsa y comenzó a guardar las provisiones, mientras se secaba las lágrimas con la manga de su vestido cada vez que tenía un brazo libre. Él trataba de no mirar, pero no pudo evitar ver que le había dado una bolsa bastante grande y que no estaba del todo llena. De modo que tomó un queso y lo deslizó por el mostrador, sin decir palabra. De haberse atrevido a mirar a la señora, su generosidad se habría visto recompensada por una tímida sonrisa y una mirada de profunda gratitud. Cuando la mujer se fue, el tendero examinó la balanza, que había funcionado bien con los anteriores clientes. Estaba descompuesta, pero no logró averiguar cómo se había estropeado. El tendero nunca había visto a esa señora, ni la volvió a ver. Sin embargo, toda la vida la recordó más que a ninguna otra clienta, y siempre conservó la hojita de papel en que estaba escrita su sencilla oración: «Por favor, Señor, danos hoy el pan de cada día».

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