jueves, 19 de noviembre de 2009

CRIAR con el corazón


Los hijos son para toda la vidaRut Cortejos
A todos nos gusta que nuestros hijos gocen de la simpatía de otros niños y se lleven bien con ellos. A mí me pasaba eso cuando mi hija mayor, Danae, empezó a jugar con otros niños. Procuré enseñarle a relacionarse amorosamente con ellos, y en general le fue muy bien. Se hacía amiga de otros niños, no peleaba, era considerada y servicial, y hasta me dejaba a mí jugar con los demás niños. La mayor prueba fue enseñarle a compartir sus juguetes. Invitábamos a otros niños de su edad a jugar con ella en casa para darle más ocasión de ejercitarse en ese aspecto. Ese pequeño paso fue la clave para que Danae descubriera que es divertido compartir con los demás. Resultó que yo misma tenía un trecho que recorrer en ese mismo sentido. Una tarde Danae había invitado a una amiguita, Natalie, a jugar con ella. Natalie era una de las amiguitas que venía a jugar con ella más seguido, y su juego predilecto era una baraja infantil de naipes con ilustraciones de vivos colores. Aunque las dos eran muy pequeñas para entender todas las reglas del juego, les gustaba mirar los dibujos y descubrir cuáles eran iguales. Esa noche, después que Natalie se fue, Danae me dijo: —Mamá, quiero darle estas cartas a Natalie. Son las que más le gustan. Me mostró tres o cuatro cartas de la baraja. Le expliqué que prefería que no las regalara porque el juego iba a quedar incompleto; pero ella insistía. —¡Es que quiero que sean de ella! Una vez más intenté explicárselo: —Danae, estas cartas forman parte del juego. Si se las das a Natalie, ya no las tendremos, y el juego quedará incompleto. —No importa, mamá. Tengo las otras. Pensé que a lo mejor no entendía que cuando se regala algo, se hace de forma permanente. Amplié, pues, mi explicación. —Si le das esas cartas a Natalie, mañana no puedes pedirle que te las devuelva. Una vez que se las regales serán de ella. De golpe se dibujó una expresión de preocupación en su rostro. Por un momento pensé que finalmente lo había entendido. Entonces me sonrió y me dijo: —Está bien. Quiero dárselas de todos modos. ¿Qué podía decirle? Me senté un momento y oré. Entonces vi la luz. Llevaba tiempo tratando de enseñarle a compartir, y ahora que ella había decidido aplicar ese principio fundamental, yo misma pretendía impedírselo. «¿Qué estoy haciendo?», pensé. Estaba a punto de cometer un error muy estúpido. ¿Qué más daba que nuestra baraja quedara incompleta? En todo caso podíamos conseguir otra. Lo importante era que mi hija estaba experimentando la alegría de dar, que estaba pensando en los demás en vez de centrarse en sí misma y que deseaba hacer feliz a su amiga. ¿No es eso lo principal en la vida? Mi hija me transmitió ese día una importante enseñanza sobre la cual aún rindo examen periódicamente. Ahora tengo tres hijos, y cada tanto uno de ellos me viene con un juguete o peluche que quiere regalar a uno de sus amigos. Lo primero que pienso es: «¿Cómo hago para convencerlo de lo contrario?» Pero cuando me pongo a reflexionar, siempre llego a la misma conclusión: los hijos son para toda la vida; las cosas materiales no. Los valores que inculque hoy a mis hijos serán una piedra más sobre la cual estará cimentada su personalidad el día de mañana. Rut Cortejos es misionera de La Familia en Tailandia.

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